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19 Sep 2024
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Contra el nihilismo (II)

Entendemos que la forma de aplicación de esa medicina resulta más compleja de lo que parece para este momento de la Historia en el que los rastros de la enfermedad carcomen cada vez órganos más vitales. Porque tal es el destino final al que nos aboca el nihilismo: la Nada.

El mundo académico se ha visto arrastrado al nihilismo por el irrealismo de los idealistas o por el materialismo de los así llamados realistas. En ambas actitudes subyace aquello que hoy es más evidente en las publicaciones académicas, en los congresos y simposios cargados de eminencias o, simplemente, en el día a día docente que tiene lugar en el ámbito universitario occidental: una negación constante de la verdad, del individuo y de la posibilidad de un saber profundo que vaya más allá del simple conocimiento especializado.

A pesar de todo ello, el peor rasgo que diferencia al mundo académico en nuestros días de entre la cochambrosa variedad de la supuesta “intelectualidad” occidental no es tanto negar el ideal de verdad o de trascendencia en sus postulados como fosilizar a los autores que estudia, aquellos tenidos por clásicos, tan reverenciados y explicados como secretamente aborrecidos y que, por supuesto, afirman de una forma o de otra todo aquello que el nihilista repudia. En ese sentido, nunca se repetirá lo suficiente que el mundo académico es, antes que nada, la mayor cristalización del nihilismo en el terreno de las ideas, puesto que secretamente desprecia todo aquello que públicamente reverencia.

La Modernidad es una huida hacia delante, un escape de la profundidad, una fuga del origen que nos habla en una lengua que hemos olvidado a propósito para no tener que atender a sus enseñanzas. El vitalismo es un culto a la acción delirante: pretende enterrar la esencia profunda de la vida en un cúmulo nervioso y desentrenado de actividades superficiales. Es la tendencia al ruido que no soporta el silencio; la necesidad de compañía constante que no sabe quedarse a solas; el afán de entretenimiento que no quiere pararse a pensar un momento.

Por eso resulta crucial comprender, como ya hiciera Roland Barthes en su momento, que el culto al automóvil o el crecimiento constante de la mega-urbe, son actos constantes de afirmación de esta actitud; así, la promiscuidad sin profundidad, la sobreexplotación laboral, el culto a la juventud, la obsesión con el deporte, la estimulación digital o la fluidez en los afectos y relaciones forman parte de lo mismo. A ello se suma el desarraigo físico propio del cosmopolitismo moderno: el que dice ser de todas partes no es en realidad de ningún sitio. Porque el cosmopolitismo no es otra cosa que el nihilismo trasladado al ámbito más elemental del ser: el arraigo (o su carencia).

El nihilismo se funda en la destrucción de un estado de las cosas anterior a la Modernidad, al que aquí nos referimos, siguiendo a Julius Evola, como Tradición. A partir de ahí el principio de negación y disolución sólo hace que acrecentar sus porcentajes de forma exponencial, hasta un punto incontrolable de descontrol. El caos es el signo social más destacable del nihilismo aplicado a las grandes capas de población masificada.

La lógica de la destrucción se vuelve impredecible, resultando autófaga en muchos sentidos: de ahí la tendencia parricida (Edipo) o infanticida (Abraham) dentro de sus sociedades. El liberalismo se ha hecho más fuerte, erigiéndose como tradición que niega todas las tradiciones anteriores, que subvierte sus principios trascendentales en nombre de réditos materiales y que finalmente profundiza en esa lógica destructiva hasta acabar negando los principios que en un momento dado llegó a defender a capa y espada.

A pesar de ello, debe fingir que su destrucción deriva de una creación posterior relativa a la falsa mitología del Progreso: para ello, no duda en enmascarar su macabra inversión de la antropología tradicional bajo la apariencia de la construcción ilusionante de un “hombre nuevo” utópico sustentado en principios economicistas, técnicos, psicologistas y cientificistas acordes al signo cuantitativo de los tiempos. Revisten la mutación “evolucionista” del hombre, que según ellos procede del animal, en un nuevo tipo de bestia que hibrida lo artificial con lo natural, como el mayor de los avances posibles para la humanidad.

Pretender revestir, como decimos, la mutilación del hombre en androide depauperado como la mayor potenciación de lo humano, cuando es en realidad una aberración que sólo preanuncia la llegada de una ideología posthumanista que acaba subvirtiendo los principios del humanismo como antes éste hizo con el cristianismo y, a su vez, la religión del nazareno realizó para con el mundo hebreo del que nació. Es la quintaesencia de una “destrucción creadora” que Schumpeter diagnosticó al capitalismo pero que se puede encuadrar en la ideología que lo habita: el liberalismo. Esa misma “destrucción creadora” está presente en la estética y en las costumbres; en las ideas y en los afectos, de forma que no podemos escapar de ella y muchos por dejadez o por ausencia de valores que oponerle, acaban asumiendo como lógica interna para su existencia.

Por su parte, el kitsch es, como supo ver Milan Kundera, la aplicación directa del principio nihilista a las artes. Asumir la destrucción propia del nihilismo supone partir siempre, de manera directa o indirecta, explícita o implícita, del presupuesto desesperanzado que niega todo principio metafísico trascendente; por lo tanto, la salida a esa senda de desesperación resulta tan lógica como sencilla: volver a la afirmación de un origen metafísico en lo creado; y, sin embargo, entendemos que la forma de aplicación de esa medicina resulta más compleja de lo que parece para este momento de la Historia en el que los rastros de la enfermedad carcomen cada vez órganos más vitales. Porque tal es el destino final al que nos aboca el nihilismo: la Nada.

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