Hace unos días, Borja Sémper, portavoz nacional del Partido Popular, protagonizó una entrevista en la que le pidieron que eligiera entre Pedro Sánchez o Santiago Abascal. Sémper, incómodo, respondió con una evasiva: «¡Puf! ¡Madre mía! Ninguno de los dos. No es que no me moje. El otro día me preguntaron ‘¿con quién te irías a cenar, con Pedro Sánchez o con Santiago Abascal?’. Con ninguno de los dos. Me iría a cenar con mi mujer, qué aburrimiento de cena». Una respuesta que podría parecer inofensiva, pero que refleja el malestar latente en un sector del Partido Popular que ha perdido el norte y, peor aún, el sentido de la oposición.
El PP de hoy es el PSOE de ayer
Durante años, la cúpula del PP nacional ha tratado a sus votantes como si fueran un mal necesario. No hay respeto hacia ellos, no hay convicción en las políticas que proponen, y lo peor de todo: no parece haber un rumbo claro. No es raro escuchar a sus dirigentes declarar, con cierto orgullo, que son un partido de «centro». Esto podría ser aceptable si esa etiqueta no fuera simplemente una manera de justificar su incapacidad para ofrecer una alternativa a las políticas de Sánchez.
Si en algún momento tuvo la posibilidad de defender los principios liberales en los que algunos de sus votantes aún creen, ha renunciado a esa batalla. ¿Y por qué? Porque el Partido Popular no es un partido liberal. Lo que sí es, es un partido acomodaticio, diseñado para agradar a todo el mundo sin comprometerse con nadie. Y esto no es algo nuevo. El PP nunca fue el bastión de la derecha liberal en España, al menos no a nivel nacional. Si acaso, lo ha sido a momentos el Partido Popular de Madrid, impulsando políticas que realmente han llevado a la Comunidad a ser la más próspera del país. Mientras tanto, la dirección nacional del PP ha hecho todo lo posible por parecerse más al PSOE que a una verdadera alternativa al socialismo. ¿Resultado? Un partido que no satisface a nadie.
La realidad es que, en el espectro político español, el liberalismo es una rareza. Los liberales en España, aquellos que creen en la reducción del Estado, en la libre competencia y en la responsabilidad individual, se encuentran huérfanos. Sin un partido que defienda sus intereses, se ven forzados a elegir entre una derecha conservadora que a menudo coquetea con el intervencionismo estatal y una izquierda que lo abraza sin vergüenza.
La parálisis del PP: cenar solo es peor que elegir mal compañía
Volvamos a la cena de Sémper. Su negativa a elegir entre Sánchez y Abascal es, en sí misma, una elección. No mojarse, no tomar partido, es en realidad una decisión, y una peligrosa. Un partido de oposición que no puede o no quiere enfrentarse a las grandes cuestiones del país, que prefiere seguir atrapado en un centrismo cómodo y vacío, está condenado a la irrelevancia.
El PP, con su miedo a polarizarse, ha elegido no polarizar nada. Y eso es un grave error. Si Borja Sémper no se atreve a elegir entre Abascal y Sánchez, lo que realmente está diciendo es que su partido no tiene un rumbo claro. Pero en política, la falta de decisión es letal. El Partido Popular ha llegado a un punto en el que prefiere no incomodar, no confrontar, y esa es precisamente la razón por la que sigue sin representar a nadie.
La traición a los votantes
Lo más preocupante es la traición a sus votantes. El PP ha dejado de lado a aquellos que buscan una alternativa real al socialismo, a los que creen en una España más libre, menos intervenida y menos dependiente del Estado. Los votantes que apoyaron al PP porque pensaban que representaba una oposición firme y decidida al gobierno de Sánchez ahora se encuentran con un partido que no se atreve a decir ni quién prefiere para una cena.
Pero lo más trágico de todo es que esta traición no es reciente. Viene de lejos. Durante la última mayoría absoluta que tuvo el PP, en lugar de aprovechar esa oportunidad histórica para implementar reformas estructurales y cambiar el rumbo del país, optaron por la inacción. Mientras Mariano Rajoy dormía en los laureles de su mayoría, Pedro Sánchez preparaba su asalto al poder. Y lo logró, no porque fuera brillante, sino porque el Partido Popular dejó un vacío tan grande que cualquiera con algo de ambición podía ocuparlo.
La culpa de que Sánchez esté en la Moncloa no es solo de la izquierda, es también de la derecha. O más bien, de esa derecha acomplejada que nunca se atrevió a hacer lo necesario. En lugar de aprovechar su mayoría para llevar a cabo las reformas que España necesitaba, el PP eligió la comodidad, la parálisis y, en última instancia, el fracaso. Sánchez no les arrebató el poder; se lo entregaron ellos mismos por inútiles.
El PP y su evolución hacia la irrelevancia
Si el Partido Popular sigue en esta senda de ambigüedad, su irrelevancia política está garantizada. Volviendo a la metáfora de la cena, Sémper podrá seguir eligiendo a su mujer como única compañera de mesa, porque si su partido sigue sin ofrecer una alternativa clara, no habrá más invitados a la mesa del poder. Y mientras tanto, Pedro Sánchez seguirá disfrutando de su banquete en la Moncloa.
El problema del PP no es solo de identidad, es de supervivencia. Si no se atreven a enfrentarse a los problemas de cara, seguirán siendo ese partido que prefiere la comodidad de la inacción, de no tener que elegir entre un plato fuerte o uno ligero. Pero al final, como en toda cena, quedarse sin decidir solo garantiza una cosa: que te quedes sin comer. Y en política, quedarse sin comer significa quedarse sin poder.