Hasta 1840, el conocimiento maya había quedado reducido a las comunidades indígenas que quedaban repartidas en la nueva República Federal de Centroamérica, creada tras los levantamientos liberales de independencia. Los estudios comparativos creados por los primeros exploradores y conquistadores del siglo XVI habían quedado en el olvido. Hasta que todo cambio, de la mano de un británico y un estadounidense.
Un viaje inesperado
La historia de Catherwood y Stephens comienza como una película, de esas de Hollywood donde almas se cruzan fugazmente para ser el comienzo de algo duradero en el centro perfecto donde se dan todos los cruces: un aeropuerto. Sí, se conocieron en el aeropuerto de Londres, durante una escala a Nueva York, donde el estadounidense regresaba a casa tras dos largos viajes: uno por la Europa mediterránea como consecuencia de una recuperación médico-respiratoria, y otra por el Próximo Oriente al negarle el paso por el charco por los problemas migratorios. Gracias a ello, visitó las Pirámides de Egipto o la ciudad perdida del desierto de Petra; donde quedó embelesado. Volviendo a la escala londinense, fue ahí donde conoció precisamente a su binomio, pues el británico era un arquitecto dibujante que había participado en investigaciones arqueológicas y se manejaba en el uso de las lenguas antiguas. Ya de regreso en los Estados Unidos y gracias a sus contactos en la política, Stephens consiguió ser embajador en la nueva república centroamericana para llevarse a su nuevo amigo, y de forma intrépida, ir en busca de aquellas ruinas que la naturaleza había devorado y no quería desvelar.
La revelación de un mundo olvidado
Llegaron a Mesoamérica atracando en las costas del exuberante país de Belice, y desde allí se internaron en lo salvaje y desconocido a golpe de machete por tierras mayas. Tuvieron que sobornar a las autoridades de las propiedades donde se encontraban las distintas ruinas e incluso colarse sin permiso en lugares prohibidos, atravesar caminos embarrados y fuertes corrientes de ríos, suportar el calor húmedo y las nubes de mosquitos… pero todo ello pareció merecer la pena, cuando contemplaron un lago rodeado de volcanes conocido como Atitlán – en Guatemala – o llegaron a deslumbrar entre las copas de los árboles las crestas que coronaban los templos de Palenque – en Chiapas – o de Copán – en Honduras-. Todo ello parecía demostrar que los pueblos prehispánicos no eran simples pueblos salvajes, sino dotadores de una sofistica civilización que permitía querer seguir alimentado el descubrimiento por lo desconocido.
Aquellos campamentos científicos que establecían en cada uno de los yacimientos que iban encontrando, les permitió realizar maravillosos dibujos de las inscripciones encontradas en muros y estelas, comprendiendo incluso que esas extrañas figuras podrían tratarse de jeroglíficos que revelasen la historia y la cosmovisión mítica de aquel pueblo, similar a lo que hacía unos veinte años había ocurrido en Egipto con los estudios de traducción de Champollion tras el descubrimiento de la Piedra de Rossetta.
Afortunadamente, y a pesar del dinero que poseían – si pensamos en aquella época – no consiguieron comprar estos yacimientos al nuevo estado mexicano para hacer de ellos un gran museo en la ciudad neoyorkina al estilo del espolio artístico europeo. Lamentablemente y durante su ascenso hacia el norte, en dirección al golfo mexicano, la expedición tuvo que ser pospuesta a causa de la malaria. No obstante las tomas recogidas fueron un éxito rotundo, que se materializó en forma de en una nueva publicación de literatura viajera sobre la experiencia vivida.
La segunda expedición
Por ende, imperó la necesidad de terminar lo que se empezó, volver para seguir explorando aquellos vestigios envueltos de misterio en la península mexicana de Yucatán, rodeada por el mar de los caribes. Esta vez acompañados por el naturalista Cabot para el estudio de la biodiversidad, desvelaron para nuestra sociedad una de las actuales 7 maravillas del mundo: Chichen Itzá y su pirámide en honor a Quetzalcóatl. Allí quedaron maravillados por el tamaño de este “castillo” y las esculturas “terroríficas” del dios de la serpiente emplumada. Otro de los lugares más fascinantes fue el hallado Uxmal, llegando a comparar su arte al nivel del templo egipcio de Tebas. Sus dibujos son prueba de estos evocadores hallazgos.
El último capítulo de este binomio de descubridores acabó diferido, mientras nuestro británico falleció en un naufragio al estilo del futuro Titanic, nuestro estadounidense se dice que falleció bajo una ceiba – el árbol sagrado de los mayas – cuando viajó a Panamá con motivo de la construcción del canal.