Sólo por obra y gracia del Amor podemos regresar a la patria celeste, restaurar el estado edénico previo al nacimiento, unir el macro y microcosmos en nuestros corazones, tal y como está escrito: «Amémonos unos a otros; porque el amor es de Dios. Todo aquel que ama, es nacido de Dios, y conoce a Dios. El que no ama, no ha conocido a Dios, porque Dios es amor» (1 Juan 4:7-8). Por eso la «imitación de Cristo» es, desde un punto de vista esotérico, una invitación a seguir un camino interior de transformación en el que el Amor se aparece como visio spiritualis: un fuego que abrasa todo lo impuro en el ser, que devora y purifica la consciencia para que a la postre sólo destaque el oro prístino que portamos en el corazón.
Cualquier trabajo con Eros supone regresar a la relación esencial del ser humano con lo sacro: la Magia y el Amor, como ocurre en otro punto con la religión, despliegan una serie de imágenes y prácticas ante el operante para mejor religar al hombre con lo divino a través de diversas pruebas iniciáticas de gozo y sufrimiento, de nacimiento y muerte, cuyo estadio final es el retorno al estado primordial incontaminado. Su objeto principal es el despertar del espíritu aletargado, la transmutación de su naturaleza inmaterial hasta sublimarla como inmortal. Aniquilar el ego conlleva una inmersión en un terreno situado más allá del cuerpo y del alma: «Grábame como un sello sobre tu corazón y llévame como una marca sobre tu brazo. Fuerte es el amor, como la muerte, y tenaz la pasión, como el sepulcro. Como llama divina es el fuego ardiente del amor» (Cantares 8:6).
El Amor es una actitud filosófica de búsqueda, aventura y elección: el peregrino que avanza tras los pasos de su Amada ha tomado el camino de lo Bueno, lo Bello y sobre todo lo Verdadero; y la Alquimia es la herramienta que dicho peregrino posee para domeñar el inconmensurable poder del intelecto que reside en el corazón, ese órgano material que, como el espíritu, sirve de puente y puerta entre el alma y el cuerpo; y es que, de la misma forma que funciona el corazón con el alma y el cuerpo, el espíritu («pneuma») o «soplo divino» reconcilia al individuo con el Cosmos, abriendo una posibilidad para que se produzca «la cosmización del hombre y la antropomorfización del universo», tal y como lo expresó Ioan Petru Culianu.
Desde un punto de vista platónico, el Conocimiento se adquiere por medio de fantasmas que, igual que sucede con el rostro “especular” de la Amada, surgen en un primer momento a través de la contemplación, incendiando la fantasía («phantasia») con su presencia mimética; por contra, la cosmovisión moderna ha instalado una reducción, que hoy podríamos denominar como racional o «cartesiana», según la que el instrumento («proton órganon») abarca sólo la mente («res cogitans»), limitando así el poder de las imágenes («phantasmata»). Para el pensamiento antiguo, no lo olvidemos, todo pensamiento es pura fantasmagoría: las imágenes, los “fantasmas”, son apariciones previas a cualquier atisbo de pensamiento, esto es, a la propia formulación dialéctica y verbal de nuestra percepción. Tal y como le sucede al enamorado cuando contempla su propio rostro en el de la Amada.
El psicoanálisis, en el caso individual, o la psicología de masas, en el terreno de lo colectivo, son apenas degradaciones de la magia operativa, de aquello que Culianu denominó como «ciencia del imaginario». La magia, toda forma seria de magia, requiere siempre de un conocimiento previo de Amor («Eros») y Memoria («Mnemósine») en el operante de turno; pero hoy ya no dominamos nuestros propios procesos imaginarios: la tensión entre lo consciente y lo inconsciente ha desbordado nuestras cada vez más depauperadas capacidades; y aunque el racionalismo no ha ayudado, desde luego, en ese proceso de demolición constante, podemos señalar al puritanismo y a la ciencia moderna como respuestas perfectamente diseñadas para limitar la eclosión de nuestras capacidades naturales, de forma que nuestro mundo hipertecnificado está dominado hoy más que nunca por los efectos de la magia sobre el inconsciente personal y colectivo.
El Amor, como la Magia, tiene una vinculación evidente con el «Sendero de la Mano Izquierda» («vāmāchāra») entendido como vía de transgresión de la moral establecida. Los sucesivos «coitus interruptus» o «maithunas», relacionados con una visión libertina del sexo y la así llamada «enfermedad del amor» («amor hereos»), otorgan un poder mágico al enamorado, que de la abstención obtiene la inmortalidad por medio de la Alquimia Sexual; no en vano el idilio prototípicamente trovadoresco tenía lugar fuera del matrimonio, igual que ocurre con la amante en el tantrismo y en el taoísmo: la mujer divina e inaccesible encarna el Espíritu intermediario con Dios, como la «Sophía» de los gnósticos («Madonna Intelligenza»), esa sacerdotisa (o «hierofante») que guía al Amado en el conocimiento del Cosmos.
A partir de Marsilio Ficino, existe una vinculación evidente entre Saturno, la Melancolía y Amor místico: el carácter saturnino quedó ligado así al don de la contemplación (theôrétikon), a uno de los «cuatro humores» que conformaban la cuaternidad clásica: una «bilis negra», fría, seca, irascible y destructora que preanuncia el espíritu del Romanticismo. Y es fundamentalmente por los ojos que se produce una «teofanía» onírica y visionaria de lo fantástico a la que el Dolce Stil Novo puso palabras en Occidente, dando forma a un camino donde confluyen herejías como el maniqueísmo, el catarismo, el marcionismo y el bogomilismo, escuelas literarias de Fieles de Amor, poesía provenzal y lírica sufí e instituciones como la célebre Escuela de Traductores de Toledo o la Orden del Temple.
La aparición de la Amada es siempre una vertical a ojos del Amado, una encarnación de la Sabiduría y Belleza que invita a trascender la mediocre horizontalidad del existir; por ello, decimos que el ideal de la Amada en el mundo musulmán acabó (re)introduciendo la hipóstasis de lo femenino en Europa. El Amor amerita, por encima de lo demás, un profundo anhelo de Verdad, es decir, de Dios; porque el propio Dios es ya Amor, aquello que mueve, une e ilumina todo el Cosmos: se da a sí mismo en su Creación por medio del Amor, en la siembra de Belleza que mantiene los elementos en constante movimiento y armonía, cuya divina sustancia aún se hace perceptible a la mirada y cuyas imágenes nos recuerdan el origen divino y nos obligan a aprender por medio del reconocimiento («anagnórisis»).
Acerca de las «bodas sagradas», el gran Roberto Calasso dejó escrito: «La hierogamia fue la primera de las maneras en que los dioses quisieron comunicar con los hombres. Esa aproximación era una invasión de los cuerpos y de las mentes, que se impregnaban de la superabundancia divina», cuyo correlato más evidente es, por culpa del “deicida” Prometeo, el sacrificio que busca reducir el «Potlatch» o «exceso sobrante» empleando la depuración: «En la abigarrada multiplicidad de sus formas, el sacrificio se reduce a dos únicos gestos: expulsión (purificación) y asimilación (comunión). Ambos gestos comparten únicamente el elemento de la destrucción: matar o devorar o abandonar a una muerte segura al ser expulsado».