Fue Lucrecio quien invocó aquello de «El severo silencio de la noche» en su largo poema De rerum natura, donde también leemos: «Del Caos surgieron Érebro y la negra Noche». Como se ve, los grandes poetas tenían ya presente el tópico nocturno. ¿Por qué razón desciende Orfeo, poeta entre los poetas, al inframundo? Nada más que por una razón: tiene fe en el amor. Y leemos: «La necesidad de atravesar las más oscuras noches hasta poder ser arrebatado a la región de unión con el Amor mismo está no sólo universalmente atestiguado, sino estrictamente fundada en la misma estructura de la esperanza, vínculo del místico». Por el amor entramos (y, sobre todo, salimos de) en la noche oscura del alma. Siempre. Más allá del tiempo.
¿Qué entraña la noche en el mundo órfico que recuperará San Juan de la Cruz? La revelación de un amor trascendente: «Pero los amores de Dios y el alma humana deben tener lugar en el secreto de la soledad, en la tiniebla absoluta, que recomiendan todos los místicos». La experiencia religiosa surge del encuentro entre el yo y la divinidad, donde no hay una delimitación clara entre el yo y lo divino: las suyas son fronteras dúctiles y sinuosas, claramente permeables entre sí.
Ese mutuo desconocimiento, ese desnudamiento integral del ser en lo que es, solo puede asemejarse a la experiencia amorosa del enamoramiento y su profundo Misterio. En el encuentro trascendente, como en el enamoramiento, la revelación se produce por los ojos: porque aun cuando la primera toma de contacto se haya producido mediante otros sentidos, la revelación es producida a través de la palabra: «Si en la primera forma de mística lo esencial era el silencio y la inmersión en el abismo y en la segunda contemplación, la intuición y la participación, en esta tercera forma de mística lo esencial es el amor, la atención y la Audición del amado».
La Noche Oscura del alma a la que cantó Juan de la Cruz, el poeta más grande de nuestra lengua, es un estado profundo del ser ensimismado en su propia noche, desde la que se abre a un cosmos inconmensurable que vigila en pemumbra. Eso es: se trata de una encrucijada existencial que toca de manera nuclear la experiencia mística imbricándose en ella. Su sensación parece ser, si tomamos literalmente la descripción del propio autor del Cántico Espiritual (1584), un relámpago como el descrito por Octavio Paz en su obra poética, que luego completará en algunos ensayos: «El instante es el tiempo del placer pero también el tiempo de la muerte, el tiempo de los sentidos y también de la revelación del más allá. El presente es el fruto en el que la vida y la muerte se funden».
En esta expresión del instante sagrado, que no es humano del todo, ni tampoco enteramente divino, por fin cristalizan la esencia y el origen de la poesía: «Aquí intentaremos pensar sobre el discurso de los orígenes que es la poesía. Lo haremos ponderando su propio mito: el mito órfico: la fecundidad de lo ausente. Orfeo. Siempre la noche. Siempre lo otro. Orfeo negó la noche, no negándola: soñando el amor. Ahora niega la muerte, no negándola sino fecundándola: simbolizando. Dialogando con la ausencia. En el centro de la poesía órfica, como en el centro de la vida, está la ausencia».
Porque la oscuridad va unida del silencio como en esas cuevas y grutas de la antigüedad que jamás hemos abandonado del todo; y donde G.K. Chesterton señala que nace la experiencia mística constitutiva de lo humano. La noche es el lugar donde se producen los sueños; y fue Prometeo aquel que despertó a la humanidad entregándole el fuego iluminador, al tiempo que se condenaba. De la misma forma en que, al decir de algunas versiones, Orfeo fue condenado por dar la música y poesía a los hombres. El ser acontece en lo nocturno, encarnando en el limes fronterizo del Ser donde aparece su forma más perfecta: es una definición encarnada en el Verbo.
La mística es método de conocimiento de la realidad: «Esa mirada desde el silencio puede convertirse en un modo efectivo de acercamiento a las cosas, al mismo tiempo que sirve para distanciarse de ellas y advertir que nada está necesariamente en lo que aparece como inmediato, y que el entendimiento procede, siguiendo a Plotino, de una contemplación que transforma todo en conocimiento. Con ello se hace posible reordenar la existencia, volver a vivir, sentir en la propia vida un exterior no ajeno». Una forma radical de existir donde el ser es siendo grieta: «La única mediación posible en nuestro propio ser, nuestra existencia desnuda, nuestra propia entidad entre Dios y la nada. El silencio es la matriz de toda palabra auténtica». Una purificación que exige sacrificio a cambio de un pago inefable: «Alégrate de ese sufrimiento: gracias a él llegarás a mí. Sólo quien conoce el dolor se acerca a la sabiduría».
A partir de un momento determinado se produce la inflexión en que el cuerpo pasa a un segundo plano y se pasa a un estado alterado de conciencia que se dispone a la trascendencia mediante la contemplación… En vez de la carne y todas las vanidades mortales, se puede y se debe buscar un objeto inmortal… En lugar del doloroso suspirar por un determinado cuerpo y espíritu, se propone la aspiración a «una dichosa completud contemplativa»… Y en ese estado de oscuridad, que tiene muchas acepciones simbólicas, hallamos imprescindible el eclipse de la razón que habilita una alteración necesaria de la conciencia: «Mediante la experiencia mística, el alma se hunde en la tiniebla del silencio. Así, se ofrece una vía: ante todo, entrar en silencio en la propia alma, morir al mundo, y después entrar en silencio en Dios, es decir, en definitiva, producir la oscuridad voluntaria de la inteligencia». Silencio y música valen por lo mismo, en este caso, por paradójico que parezca.
Todo de lo que hablamos no son sino vislumbres del otro lado; y es desde ese estado alterado de conciencia que se tiene una visión panorámica de la realidad: «Y este Dios vivo, nuestro Dios, está en mí, está en ti, vive en nosotros, y nosotros vivimos, nos movemos, y somos Él. Y está en nosotros por el hambre que de Él tenemos, por anhelo, haciéndose apetecer». Y es desde ese preciso punto que se puede buscar la verdad de las cosas y la realidad última: «No me encuentro aún en las profundidades del abismo donde también te encuentras tú, ya que, si desciendo hasta el ser, allí te hallo».
Este último momento de la noche mística, que también es (desde otro punto de vista) la noche de Occidente en su conjunto, el que se ha llamado «desocultamiento» (por el retiro de un velo en la realidad) y seguramente sea aquel más difícil de comprender para una inteligencia todavía anclada a unos parámetros meramente racionales: «La invisibilidad, el hallarse oculto, no es un carácter meramente negativo, sino una cualidad positiva que, al volverse sobre una cosa, la transforma, hace de ella una cosa nueva. En este sentido es absurdo —como la frase susodicha declara— pretender ver el bosque. El bosque es lo latente en cuanto tal». Así sea.