Aunque la historia es bien conocida, su evocación jamás deja de impresionarme. Las voces más autorizadas en la materia fechan su materialización en el siglo VI a.C. Leamos una vez más, para mejor ubicarnos, la descripción que hace Frances Yates de la escena en su imprescindible monumento de erudición, titulado El arte de la memoria (1966):
“En un banquete que daba un noble de Tesalia llamado Scopas, el poeta Simónides de Ceos cantó un poema lírico en honor de su huésped, en el que incluía un pasaje en elogio de Castor y Pólux. Scopas dijo mezquinamente al poeta que él solo le pagaría la mitad de la cantidad acordada y que debería obtener el resto de los dioses gemelos a quienes había dedicado la mitad del poema. Poco después se le entregó a Simónides el mensaje de que dos jóvenes le estaban esperando fuera y querían verle. Se levantó del banquete y salió al exterior, pero no logró hallar a nadie”.
“Durante su ausencia se desplomó el tejado de la sala de banquetes aplastando y dejando, bajo las ruinas, muertos a Scopas y a todos los invitados; tan destrozados quedaron los cadáveres que los parientes que llegaron a recogerlos para su entierro fueron incapaces de identificarlos. Pero Simónides recordaba los lugares en los que habían estado sentados a la mesa y fue, por ello, capaz de indicar a los parientes cuáles eran sus muertos”.
El Arte de la Memoria
Esta anécdota, de apariencia leve y verdad profunda, recogida varios siglos después por importantes autoridades en cuestiones retóricas, tales como Cicerón y Quintiliano, es el instante fundacional del Arte de la Memoria.
Desde el principio de los tiempos, existe una concepción platónica de la memoria, que hoy podríamos llamar “leibniziana”, y que busca anclarse a una suerte de arquetipos independientes de los recuerdos personales de cada sujeto, para mejor trazar un universal memorialístico, a modo de característica común de la experiencia del conjunto de los hombres. A la materialización de este proyecto, en forma de teatro, de obra literaria y hasta de máquina, se le ha dado en llamar: “Teatro de la Memoria”.
En realidad, la leyenda de Simónides de Ceos no es otra cosa que una versión exotérica del contenido esotérico de lo que el Teatro de la Memoria es; un intento por aprehender aquello que los hombres estamos condenados a perder: la memoria.
Esta tarea, la de tratar de conocer la memoria universal, es indistinguible, para San Agustín o Dante, del conocimiento mismo de Dios, quien sería una suerte de Ser memorialístico, o memoria total de lo existente, más allá de la circunstancia espacial o temporal. Todo Teatro de la Memoria humano, sin embargo, se encuentra ceñido a un espacio, al locus, como de nuevo ejemplifica a la perfección la vieja anécdota de Simónides de Ceos, donde el lugar de cada cuerpo adquiere un grado crucial de importancia.
Fue, sin embargo, en torno al año 1480, que Giulio Camilo llevaría a cabo, en la ciudad de Venecia, la construcción de un misterioso Teatro de la Memoria a pequeña escala, que nunca se pudo reproducir (al menos que sepamos) con la magnitud para la que en realidad estaba diseñado, y donde se operaba con el conocimiento memorialístico heredado de los clásicos grecolatinos interesados en el Arte de la Memoria.
La memoria en los 70
Fue, sin embargo, un hombre nacido casi 70 años después de la construcción de Giulio Camilo, bajo el inmortal nombre de Giordano Bruno, quien con denodada intensidad se dedicó a buscar el Todo a partir de la Memoria del Todo, en el corazón mismo de la Naturaleza, elevando al hombre a la categoría de lo divino por medio del uso de las técnicas mnemónicas, que hacen del microcosmos humano (interior) espejo del macrocosmos universal (exterior).
En esta misma época, la obra de Robert Fludd y de John Dee, sendos alquimistas de importancia crucial en las cuestiones políticas de la época, se efectuó un cambio todavía poco estudiado gracias al empleo del Teatro de la Memoria.
Según el Arte de la Memoria posterior al Teatro Isabelino, en la que según Yates confluyeron brunianos y rosacruces, el conocimiento del Todo emana del conocimiento de la Naturaleza de Todo, y puede ser contenido por el hombre en un único lugar o locus, a modo de recipiente físico, que reproduzca a pequeña escala la totalidad del Cosmos y, muy especialmente, de su conocimiento hermético.
De un tiempo a esta parte vengo pensando, y quizás sea una forma de banalizar el asunto, que la sala de cine es en realidad la más perfecta forma de Teatro de la Memoria jamás creada; y, suponiendo que fuese así, sólo quedaría calcular cuánto tiempo tardaremos en perderlo.