Una sola jornada en una sola ciudad compuesta a lo largo de siete años (1914-21) y en un recorrido biográfico que comprende tres metrópolis, Trieste, Zúrich y París, para acotar un instante único de un día irrepetible, ese 16 de junio que James Joyce se dedicó a explorar esa epopeya del idioma, de cualquier idioma, que es el Ulises (1922), donde el único paisaje que de verdad interesa al escritor es el propio lenguaje, porque el encuentro más radical de cada escritor será siempre con las palabras. Peregrinaje de diecinueve horas y media repartidas en dieciocho capítulos, en el que un Joyce desbocado nos narró algo mucho más trascendente que el trivial paseo urbano de Leopold Bloom y Stephen Dedalus: tránsito de la lengua que, en cada hora, en cada capítulo, muta por completo su estilo para decirse de nuevo con una apariencia completamente distinta.
El paisaje que explora Joyce es el de Dublín, desde el exilio junto a una mujer, Nora Barnacle, al que su marido consideraba una «Irlanda portátil»; y sobre todo es el de una escritura dominada por el célebre «flujo libre de conciencia» que prescinde de cualquier pretensión narrativa para, a cambio, inscribirse en una ambición mayor de la escritura, en una sinfonía lingüística donde el fluido vitalismo del paseante acaba permeando en cualquier fragmento: «Sí porque él no había hecho nunca una cosa así antes como pedir que le lleven el desayuno a la cama con un par de huevos desde los tiempos del hotel City Arms cuando se hacía el malo y se metía en la cama con voz de enfermo haciendo su santísima para hacerse el interesante ante la vieja regruñona de Mrs Riordan que él creía que la tenía enchochada y no nos dejó ni un céntimo todo para misas para ella solita y su alma tacaña tan grande no la hubo jamás de hecho».
No es el paseo, ni la ciudad, ni el elenco de personajes lo que protagoniza el Ulises; tampoco lo es la apología de lo mundano como necesario reclamo de la trascendencia ni, a pesar de su grandeza, el lamento erótico de Molly Bloom (trasunto de Nora, que jamás leería entero el libro con el que su marido la homenajeó) al término de la obra, sino que, como ya se ha dicho, el eje de una de las más grandes obras jamás escritas es el propio lenguaje que se dice a través de la escritura.
Como es de sobra conocido, el Ulises es la inversión de un mito: una Odisea mundana y tragicómica escrita por un Homero en el exilio; y no es que Joyce, ese procaz erudito epicúreo que sorprende a cada paso con enumeraciones inacabables y asociaciones tan brillantes como en apariencia incongruentes, carezca de la grandeza espiritual del legendario aedo, pero su concepción modernista del lenguaje resulta más lúdica que la de aquel al que, más que enmendar, pretende completar con la otra mitad simbólica del tiempo occidental.
El Ulises es una obra donde lo concreto de un idioma, de una jornada, de un personaje y de una ciudad se expande hasta alcanzar la universalidad de toda obra suprema del ingenio humano. En la novela se sintetizan, desde un punto de vista estético, paseo y lenguaje, lenguaje y paseo, conformando así la poética recitada por Bloom camino de un entierro: «Cruzó al lado del sol, evitando la trampilla suelta del sótano en el número setenta y cinco. El sol se acercaba al campanario de la iglesia de San Jorge. Va a ser un día caluroso, me imagino. Especialmente con este traje negro lo noto más. El negro conduce, refleja el calor. Pero no podía ir con ese traje claro. Ni que fuera un pícnic. Los párpados se le bajaron suavemente muchas veces mientras andaba en feliz tibieza. La camioneta del pan de Boland entregando en bandejas el nuestro de cada día, pero ella prefiere las hogazas de ayer, tostadas por los dos lados crujientes cortezas calientes. Te hace sentir joven. En algún sitio, por el este: ponerse en marcha al amanecer, viajar dando la vuelta por delante del sol, robarle un día de marcha. Seguir así para siempre, sin envejecer nunca un día, técnicamente».
El héroe homérico ha dejado paso, tanto en lo histórico como en lo puramente estético, al paseante joyceano; y en ambos casos lo concreto logra hacerse universal por medio del lenguaje, del juego, de la escritura, como más tarde hará Ezra Pound con sus The Cantos (1917-1962), con respecto a la Divina Comedia de Dante Alighieri: «En el mundo contemporáneo no tiene demasiada importancia por dónde comience uno el examen de un asunto, mientras dicho examen se sostenga hasta el extremos de volver al punto de partida, es preciso proseguir hasta haber contemplado dicho objeto desde todos los ángulos posibles». Sobre la magna obra joyceana, Carl Gustav Jung observó: «El Ulises de Joyce es, en rigurosa oposición con su antiguo homónimo, una conciencia inactiva, meramente perceptiva, o más bien un simple ojo, una oreja, una nariz, expuesto sin freno ni selección a la catarata turbulenta, caótica, disparatada de los hechos físicos y psíquicos que registra, casi fotográficamente».
Jung nos invita a comprender el Ulises como lo que es: un espejo ante el que el lector debe transformar su propia conciencia, al observar en cada línea, tras cada paseo, el reflejo épico de su propio mundo cotidiano: «Ulises es un documento humano de nuestro tiempo, y más aún: es un secreto». Como se ha repetido ya tantas veces, Joyce supo incorporar el lenguaje cinematográfico a su novela y, más aún, hizo gala, por medio de los ampulosos recursos del monólogo, de toda una taquigrafía puntillista cosida e hilvanada a partir de retazos y desperdicios, de juego y de pura exploración, donde se aprisionan en pocas líneas una enorme cantidad de pensamientos y referencias, a gran velocidad y con tremendo ritmo, igual que el cine logró plasmar multitud de imágenes en cuestión de apenas unos segundos: así pensamos en la intimidad, así paseamos por una ciudad.
Todo cabe en la desmedida, ambiciosa estética joyceana, en su sedienta experiencia de paseante, que es ante todo una poética de la escritura libre de ataduras y llena de sonoros retruécanos, ingeniosos tropos, cultas referencias, oscuros recovecos y un humor desproporcionadamente rabelesiano: Joyce es un genio, el pintor alegre escondido en cada imagen, un niño feliz detrás de cada referencia, un escritor inspirado tras cada frase y un loco visionario que halla perlas resplandecientes enterradas entre los escombros, deslucidas por los orines del ayer.
Nadie debería temer al Ulises: es tan abrumador como las calles de una gran ciudad y se ha escrito tanto sobre él que podríamos igualar en número de páginas el cronicón de cualquier gran civilización de Occidente solo en material crítico. Pocas lecturas ofrecen tanto, igual que pocos paseos resultan tan provechosos como el de Leopold Bloom: apenas unas horas que se despliegan durante un sinfín de páginas cargadas de una altísima y más que divertida literatura. Ningún lector puede recibir un regalo mejor: es un libro donde los tiempos y las perspectivas, las voces y los acontecimientos, los discursos y las digresiones, desbordan todo límite hasta hacer tremendamente accesible aquello que en un principio aparecía como abstruso. No hay intelecto, pasión o retazo de lo grandioso oculto entre lo abyecto que quede fuera de este libro enciclopédico de la condición humana; y, al final del largo viaje, recuerden que aguarda el canto erótico de un amor fracasado, redimido por la gracia de la carne y finalmente absuelto que proclama: «Sí quiero sí». Un canto de sirena que sin duda perdurará toda la eternidad.