Cumplido el primer cuarto del presente siglo se hace posible constatar cómo los hijos de la Modernidad estamos varados, desde un punto de vista bien asentado en la teleología histórica, en la orilla de una isla desierta, consumida, vacía y abandonada en su árido y recóndito terreno, recogiendo pecios y demás demoliciones derivadas de un incruento naufragio, añorando entre restos de un pasado ajeno la imaginería de otro pasado distinto al nuestro, quizás ficticio y puede que también mejor, anterior al trayecto fatal de nuestra última travesía…
Desde la célebre Caída del Imperio romano de Occidente (476) en adelante y, sobre todo, desde la Caída de Constantinopla (1453) hasta nuestros días, vivimos una aceleración histórica que, paradójicamente, sigue anclando sus preceptos fundamentales en un período previo. Atrapado en el denso vientre de la ballena, Jonás compartiría este diagnóstico: una civilización que desarrolla disciplinas como la arqueología en realidad manifiesta una renuncia previa a vivir un tiempo presente, a proyectarse en cualquier futuro distinto de la extinción, igual que un viejo ya no vive de nuevas experiencias, sino de un suministro compuesto por recuerdos del pasado.
Esta conclusión se hace patente de forma extraordinariamente tangible a lo largo del último siglo y medio; no por casualidad la cultura europea de la crisis alcanzó su cúspide filosófica en el así llamado «período de entreguerras» (1918-39), reacción casi física del viejo continente ante la pérdida del Imperio Austrohúngaro. Con la desaparición de esa excelsa, sublime «Mitteleuropa» que hoy añoramos, se abrió una crisis del espíritu europeo en cuyas laberínticas espirales aún seguimos atrapados: ni el arte ni el pensamiento contemporáneos han sabido recrear con eficacia una visión unitaria del mundo. A partir de ese momento, pasando por el desmembramiento de la URSS y de Yugoslavia en 1991, la paulatina disolución de la cosmovisión («Weltanschauung») no cesará… Hasta terminar de ser reintegrada por la mal llamada Unión Europea.
Se trata de un proceso trágico que, desde dentro, se vive con incomprensión, angustia y dolor… E incertidumbre acerca de la hipotética última revelación que venga a clausurar el actual ciclo, acerca de qué «titanes venideros» nos deparará el próximo. En obras como La decadencia de Occidente (Der Untergang des Abendlandes, 1918-23), primero, y en En el muro del tiempo (An der Zeitmauer, 1959), más adelante, quedó patente una más que justificada preocupación de signo eminentemente cultural por cuestiones acuciantes de aquel y también de este tiempo: el Progreso, la Técnica, el Agotamiento y la Masa, entre tantos otros asuntos, como horizonte inmediato de futuro para una Tradición casi aniquilada que se remonta en sus orígenes hasta Heródoto, quien a diferencia de la escuela historiográfica propia de la Modernidad, basó sus conclusiones en los mitos, desligando con ello el tiempo occidental en dos secciones: una flecha rectilínea y una recursividad cíclica.
En su libro El trabajador (Der Arbeiter, 1932), Ernst Jünger detectó un nuevo orden social y sobre todo metafísico posterior al burgués, una resignificada comprensión del papel de Occidente en la Historia, todo ello nacido de las trincheras posteriores a la IGM, ahí donde el peligro se convirtió en un rito iniciático de muerte y renacimiento para mejor arrancar al individuo del lodazal putrefacto en el que hasta entonces chapoteaba: la masificación indiferenciada, la robotización autómata del individuo. De alguna forma, se trata de volver a la comprensión cíclica del citado Hérodoto, en contraposición a la mirada cerril y unidireccional del hombre moderno, una visión inundada por «la luz de la Aurora», según la pluma jüngeriana, que merece tal designación porque hunde sus raíces en «la noche del mito».
En algún punto de la misma década, Martin Heidegger dejó anotado lo que sigue: «¿Cómo ha de alcanzarnos la seña del dios a nosotros, los que aguardamos, si idolatramos lo que es contrario a lo divino? ¿Pero cómo habremos de cejar de semejante práctica si no se nos manifiesta un dios? Ambas cosas tienen que manifestarse e irrumpir al mismo tiempo: el dios y la confusión. Y para que esto suceda, el margen de espacio de tal manifestarse tiene que haber ganado previamente una amplitud y una hondura singulares de la apertura, es decir, se tiene que haber llegado a conocer la verdad de la diferencia de ser y se tiene que haber suscitado la disposición para ella: en esta singular situación de penuria, tenemos que entrar en aquel espacio intermedio para el dios y la confusión, es más, primero tenemos que inaugurarlo y fundamentarlo. Con ello se nos ha venido a encomendar lo más arduo que jamás cupo brindar en la historia del hombre».
El aceleracionismo de los modernos se opone al presentismo calmo de los antiguos; y la nostalgia por un pasado mítico ha sido arrasada por toda una avalancha inasible de imágenes: tal es la distancia existente entre la condescendencia del ilustrado y la seguridad impersonal del símbolo. Jünger detectó como nadie hasta qué punto la aceleración ha crecido de forma más y más exponencial, en apenas unas décadas, «al punto de que la corriente del tiempo y los acontecimientos muchas veces adoptan la apariencia de una cascada que amenaza con arrastrar las naves en lugar de sostenerlas».
Una vez más anota Heidegger: «El hombre actual se persuade a sí mismo de que avanzar acelerándose en el furibundo frenesí de unas maquinaciones que en sí mismas son incapaces de proponerse objetivos constituye un valor un vigor y una fuerza y que en eso consiste la maestría sobre la vida». Este eficaz diagnóstico demuestra con solvencia el eminente fracaso del Progreso y todos los proyectos utópicos (de signo variado) que lleva aparejados consigo, así como el acierto teológico-histórico de la concepción cíclica de los eones, por cuanto señala un proceso de arco descendente en lo referido al Lógos occidental. Jünger, como antes Spengler, busca reintegrar al viejo continente en una concepción histórico-mítica, reconduciendo la visión de los historiadores hacia esa extraviada «la luz de la Aurora», pero lo cierto es que seguimos detenidos en la orilla, como antes nuestros maestros más insignes e incomparables, espectadores abrumados por el negro abismo del naufragio.
Casi cien años después de todo aquello, cuando ya pasa un siglo del penúltimo derrumbe, nosotros apenas si llegamos a soñar con la grandeza lírica y la circunstancia histórica de todos estos gigantes del pensamiento, ahora que lo único compacto y estable que resiste es la dúctil inestabilidad propia de una época que se disuelve en un proceso mayor de centrifugación: la Edad de Hierro. La literatura fantástica del siglo XIX y la literatura vanguardista del siglo XX componen todavía hoy la evidencia más grande de que el «inconsciente colectivo» ha derivado en un territorio pesadillesco, nocturno, umbrío y vaporoso donde comienzan a emerger nuevas y monstruosas sombras más allá del «corazón de las tinieblas». Tras décadas de crecimiento material en los años finales del siglo XX, los primeros compases del siglo XXI nos han arrojado ante la cruda evidencia de algo que se deshace sin remedio: todo un eón que, como ya se atisba desde el otro lado del muro del tiempo, pronto se verá sustituido.