Guerras napoleónicas en Madrid
La Fundación Juan March vuelve a estar en boca de todos con un nuevo seminario centrado en las batallas más importantes de lo que algunos historiadores han calificado como “la primera guerra total”: las guerras napoleónicas.
Bajo el título de “Batallas de la era de Napoleón”, este interesantísimo ciclo coordinado por el catedrático en arqueología Fernando Quesada Sanz (de la Universidad Autónoma de Madrid) presenta 6 ponencias de la mano de grandes profesionales que a los lectores en historia militar seguro que nos suenan; véase Rafael Torres Sánchez, Francisco Gracia Alonso, Rafael Zurita Aldeguer o Manuel Moreno Alonso.
Como el propio Quesada Sanz señala, el objetivo del ciclo no es el de “conmemorar ni menos aún celebrar”, más bien el de “estudiar desde una óptica ecuánime y académica” estos sucesos de vital importancia para así poder transmitirlos al gran público. Es por ello que la selección de batallas (como lo son Trafalgar, Austerlitz, Bailén, Borodinó, etc.) expuestas en estas jornadas no es baladí. Por ejemplo, el enfrentamiento entre las armadas franco-españolas e inglesa en Trafalgar supone uno de los peores desastres estratégicos del Imperio francés, condicionando de este modo la posterior geopolítica europea entre 1805 y 1815.
Los ejércitos en la Europa de Napoleón Bonaparte
¿Cómo era un ejército en época de Napoleón? Con esta pregunta dio comienzo el pasado día 7 de enero la primera conferencia del ciclo, en esta ocasión a cargo de Fernando Quesada Sanz; uno de los mayores expertos en arqueología militar e historia de los conflictos bélicos. Destacan sus libros “Weapons, Warriors and Battles of Ancient Iberia” (2023) y “Ultima ratio regis. Control y prohibición de las armas desde la Antigüedad a la Edad Moderna” (2009) entre muchos otros.
Los ejércitos son una parte fundamental de las sociedades en las que se ven inmersos. Esto da pie a que se puedan estudiar desde diferentes disciplinas “con nuevos enfoques (remarca Quesada Sanz), más allá de los estudios sobre tácticas y armamento, que siguen creciendo y siguen añadiendo nuevos puntos de vista en la Academia: por un lado, la del soldado individual, ya no solo de los mandos y generales”. Asimismo, atendemos al aumento de “una verdadera eclosión de estudios institucionales, económicos e ideológicos que enriquecen la historia militar”, insiste el arqueólogo.
Además, los ejércitos también conforman microsociedades donde las leyes, los códigos de conducta y el día a día son realmente confusos para el lector medio. El profesor nos recuerda que hoy no somos conscientes “de la especial complejidad y modernidad de un ejército de época napoleónica, desde las estructuras de sus unidades (sección, compañía, batallón, regimiento, brigada, división y cuerpo de ejército),” hasta “la enorme burocracia que conllevan” y que nos permite trabajar en lo documental estos contextos.
¿Se puede hablar de un ejército social? ¿Y de un ejército nacional a inicios de 1800? El hecho es que algunos expertos afirman que el pilar de la Francia napoleónica fueron sus fuerzas armadas. La estabilidad de la Francia republicana, y luego imperial, dependía de los avances o desastres de sus combatientes. Ello, además, se ve fomentado por “las cifras de efectivos que manejan los ejércitos de esta época”. Entre sus filas se observa, “no solo un salto cuantitativo, también cualitativo, en términos logísticos, además de a efectos industriales con respecto a los ejércitos del siglo XVIII”. Quesada Sanz insiste en la importancia de “las nuevas levas nacionales (cientos de miles de jóvenes), las necesidades de producción masiva de, por ejemplo, fusiles, uniformes… y el enfoque industrial del conflicto napoleónico”.
Por otro lado, el peso cultural y de influencia estratégica que tuvo la Grande Armée (el Ejército Imperial francés) de Napoleón Bonaparte sobre sus enemigos fue notable. Como señalaba Quesada Sanz en su ponencia: “el Ejército prusiano de 1806 no es el mismo de 1813”. Los enemigos del Emperador aprendieron de sus errores y de este tomaron los cuerpos de ejército y nuevos métodos de combate. También se puede afirmar, entonces, que los ejércitos de finales de 1815 son un reflejo de los constantes enfrentamientos contra los hombres del Primer Imperio.
Líneas de fusilería y orden marcial
Los enfrentamientos a pie entre los ejércitos de 1800 eran terribles, causando numerosas bajas en campos nublados por la niebla de los fusiles de chispa Brown Bess (de los ingleses) o Charleville (utilizado por los imperiales). El soldado de infantería de línea debía estar bien instruido y ser capaz de mantener un orden de marcha cerrado a la par que abría fuego hasta tres veces por minuto. Aunque claro, una cosa es la teoría y otra la realidad. De lo normal era muy común encontrarse con fusileros nerviosos que procedieran incorrectamente al proceso de carga del arma, derramaran por error la pólvora de la cazoleta o incluso se olvidaran de la baqueta dentro del cañón del fusil.
Uno de estos episodios de nerviosismo fue presenciado por el artillero español Rafael de Arango el 2 de mayo de 1808, quien nos cuenta que un vecino de Madrid:
“para dar más alcance a su pistola hubo de cargarla, según nos dijeron, hasta la boca, la apoyó en su mejilla derecha para hacer mejor puntería, y en su retroceso la misma pistola disparada le voló la tapa de los sesos”.
Aunque algunas potencias contaban con rifles de ánima rayada entre sus infantes ligeros (cazadores, exploradores o los temibles jäger), esto no era lo normal. El fusil medio de infantería de línea tenía una potencia de salida de unos 300 metros por segundo, con municiones realmente grandes para los estándares actuales, del tamaño de una canica grande, que provocaban heridas espantosas a menudo.
Otro aspecto que preocupaba en gran medida a los combatientes era la alta frecuencia con la que estos fusiles solían fallar a la hora de accionarse el martillo con la piedra de sílex: el clima, la humedad, el mal estado de la piedra o cualquier tornillo mal apretado podrían evitar el disparo.
En este sentido, llama poderosamente la atención la referencia del profesor Quesada Sanz a la propuesta del teniente coronel Lee, del 44.º Regimiento inglés de línea. En 1792 Lee tuvo la genial idea de proponer el retorno al uso del arco entre las unidades de infantería. A su parecer, el uso de flechas permitía una munición más barata y silenciosa, ocultar la posición de los combatientes y evitaría el retroceso del arma. Sin embargo, el proyecto de Lee quedo en “nada”, su propuesta fue rechazada y tildada de “ridícula”.
Si el efecto de las balas ya era temido, la visión de un fusil con su bayoneta calada se convertía en una verdadera pesadilla para las tropas. Según los datos recopilados por Quesada Sanz, la bayoneta se empleaba más por el efecto psicológico que producía que para entrar en combate. Cargar con esta arma implicaba el contacto físico con el enemigo, algo poco deseable para cualquier oficial: las tropas retrocedían en desbandada y las bajas eran inmediatas y numerosas. Así, los mandos preferían los combates de fusilería a 100 metros. En una ocasión el cirujano francés Dominique-Jean Larrey (el padre del sistema de triaje actual) calculó la cantidad de individuos a los que había atendido en una batalla, el resultado fue 5 hombres heridos por bayoneta y 119 por bala. Estas cifras nos dicen mucho de la incidencia con la que se combatía cuerpo a cuerpo.
Además, entre los lectores de historia, por lo general, “existe la percepción de que las guerras napoleónicas, y la guerra del siglo anterior, es absurda, por sus uniformes tremendamente incómodos de colores brillantes y formaciones de combate rígidas con grandes líneas frente al enemigo”. Empero, Quesada Sanz incide en que se trata de aspectos “perfectamente consistentes con la mentalidad de la época”, con las necesidades de “vestimenta y tipos de armamento” en un modelo de guerra en el que incluso los “generales se exponían ellos mismos a morir en el campo de batalla y no permanecían en retaguardia”, a diferencia de hoy.
La guerra no es un campo de rosas
Entre sus diversas conclusiones el profesor Fernando Quesada Sanz destaca especialmente el que se “debe tener cuidado con la visión casi pueril que existe de la guerra, idealizada con énfasis en los aspectos heroicos y en la épica que, en realidad, no existen, pues la guerra es sucia y es brutal”. La guerra es terrible, y a través de la propaganda visual, tanto en siglos pasados como en el presente, “se nos está presentando, por ejemplo, una visión de la guerra de Ucrania en la que hay multitud de vehículos achicharrados o destruidos, numerosas explosiones y ciudades vacías, pero no vemos un solo cadáver carbonizado”.
El riesgo que “debemos evitar los académicos es que la divulgación en historia militar trivialice por error la brutalidad de la guerra”. El mundo del cine histórico y sus incontables fallos también contribuyen a este fenómeno, pero como reflexiona Quesada Sanz: “los académicos tenemos la obligación de aprovechar el aumento del interés en las temáticas históricas para ofrecer una visión adecuada, realista y ecuánime. En ese sentido no se trata de luchar contra la película (véase la de Napoleón por Ridley Scott o cualquier otra), sino de aprovechar lo que esta nos brinda para poder explicar de una manera más ajustada el contexto histórico y su sociedad a nuestro público”.