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8 Oct 2024
8 Oct 2024
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Hijos de la penumbra

El ser humano es poeta; lo constitutivo de nuestra especificidad dentro del denso vacío oscuro del cosmos es que no nos contentamos con existir

Dios ha muerto. Con ese hecho se ha hecho la tiniebla. Y es a ese preciso eclipse al que llamamos hogar. Nosotros: sí, todos nosotros. En efecto, todos los que hemos nacido después de ese sol negro somos hijos de la penumbra. Nuestra vida nace, tiene lugar y muere en el transcurso de una larga noche. Y también la vida de las civilizaciones, como ameritó el más sabio de entre los contemporáneos: Oswald Spengler.

¿Hemos nacido en tiempos de eclipse o en tiempos de amanecer? Ningún motivo literario resulta de tanto interés como la noche. En ella confluyen el calvario de Cristo y los más altos momentos literarios de la mística: los dos tabús clásicos de la crítica literaria. Dos enigmas de origen literario que, para el creyente, son de indudable realidad fenoménica, pero que para un ateo o sobre todo para un agnóstico, como quien esto escribe, resultan dos enigmas; y donde se lee enigma, para un escéptico ajeno a cualquier forma dogmática de la fe sólo significa un vacío del conocimiento aún por rellenar.

Un vacío que pocos críticos o teóricos de la literatura se atreven a explorar en nuestros días: el riesgo es alto, los frutos materiales reducidos, los peligros conceptuales casi infinitos y, por si fuera poco, casi toda la bibliografía sobre mística está escrita desde creyentes declarados, generando así un desequilibrio en los estudios literarios sobre el tema…

Que casi obligan a la necesidad (falsa) de tener que elegir un bando determinado de antemano. Toda mitología comienza en una noche profunda e inabarcable por la que acaba infiltrándose un rayo de luz. Y después viene dada la Palabra para iluminar. Así ocurre en el Génesis, donde lo existente es noche hasta que Dios ordena: «Sea la luz» (Génesis 1:3). Para mis contemporáneos, la noche no es solo un tópico literario lejano, sino una realidad cotidiana palpable: aquella incoada por la anunciación (inversa de aquella otra anunciación que pintaría, entre otros, Fra Angélico) de la «muerte de Dios» que expresó brillantemente Nietzsche en su Gaya ciencia (1882).

Una larga y profunda noche de decadencia occidental que Freud fijó en tres heridas: la infligida por Copérnico al señalar que el mundo no es el centro del universo, sino un planeta que gira en torno al sol; la infligida por Darwin al señalar que el hombre no es el centro de la evolución, sino una variante del mono con tendencias asesinas; la infligida por Marx al señalar que el trabajo no «hace libres a los hombres», sino que le produce la alienación por medio de un sistema de explotación del hombre por el hombre; y, añade Freud sin ninguna modestia, la más grave de todas: la teoría psicoanalítica que demuestra que el hombre no es dueño de su voluntad, sino esclavo de sus pulsiones, es decir, de su inconsciente. Porque el sol se apagará algún día.

Quizás podríamos añadir a aquellas tres dagas mencionadas por el célebre doctor vienés la herida spinoziana. que acabó racionalmente con toda esperanza, pues el que “espera” algo profesa una «servidumbre voluntaria», al decir de Étienne de La Boétie, con la que el pensador judío descartó toda teleología histórica. En referencia a esto último cabe añadir que ser libre es ser inmotivado, aprendido a ser desprendido de un yo que solo es conjunción gramatical, porque el que es libre “para algo”, es, en definitiva, esclavo de sus fines; en una sociedad con esclavos, aunque abunden los hombres que se dicen libres, no hay libertad que valga, pues la esclavitud de unos invalida las libertades de los demás. Pero olvidemos las digresiones.

Lancemos al abismo todo ese asunto, tan pomposo, tan académico y en el fondo tan vulgar, de los conceptos y los nombres. En esa larga noche en la que «los dioses antiguos han muerto y los siguientes no han nacido», según Antonio Gramsci y Marguerite Yourcenar y tantos otros de cuyas siglas no me acuerdo, nuestras biografías particulares tienen lugar… De vuelta a lo literario, la noche tiene una indudable raíz mitológica órfica que, sin embargo, pocas veces ha sido estudiada en la obra de Juan de la Cruz, el gran poeta nocturno, y que, a su vez, es deudor de la lectura bíblica de ese mismo motivo del imaginario. Volviendo al orfismo…

Al igual que tuvo, como ya se ha dicho, una gran influencia sobre el mundo hebreo y cristiano, asimismo influyó sobre el mundo pitagórico y platónico. En el primer caso con varias ideas, tales como la noche, el ascetismo, el vegetarianismo, el cultivo de poesía y música…; y en el segundo con, sobre todo, la introducción de la noción de alma y cuerpo y, lo que es más importante, la idea de cuerpo como «cárcel del alma». Que, más tarde, el cristianismo vendría a reconciliar.

Esto último lo vemos en Pitágoras: «Denominada mistagogia, la teología griega es, pues, reubicada por Proclo en un marco bastante peculiar: el de los misterios. En este punto la cuestión es saber como los neoplatónicos han podido establecer vínculos concretos, en el plano teológico, entre Orfeo, Pitágoras y Platón». Y por supuesto lo vemos en Platón: «Así pues, el orfismo le resultó muy útil a Platón para analizar su concepción de una divinidad fuerte a la que todos los hombres deben obedecer.

De este modo, en el Fedón, en un pasaje esencial en el que se discute si el hombre puede cometer suicidios para evadirse de la tiranía del cuerpo, Platón resume el eje sobre el que gira la doctrina de la inmortalidad del alma con una terminología de fuerte sabor órfico». Llevando el argumento más lejos, se puede afirmar que el núcleo del platonismo y del pitagorismo, empezando por sus más importantes mitos, son tomados del orfismo: «El origen del mito platónico de la caverna está en el orfismo, la religión original de nuestra cultura. Orfeo desciende al Submundo para rescatar a Eurídice… su amada… su alma. Para rescatarla, para construirla. Platón, Cristo, Keats, Gurdjieff, Valentín, Castaneda, las hermanas Wachowski, ¿qué tienen en común? Que son seres humanos ¿Y qué es lo que los une? El lenguaje de la poesía».

Ante todo, el ser humano es poeta; es decir, que lo constitutivo de nuestra especificidad dentro del denso vacío oscuro del cosmos es que no nos contentamos con existir, sino que ambicionamos ser, y que manifestamos esa herida profunda y esencial y muy especialmente originaria en forma de palabras. Y por eso es, antes que nada, que todos somos hijos de la penumbra. La literatura es y será siempre un recipiente textual del espíritu para ese animal poético que es el hombre; y, en definitiva, los ritos órficos, ¿qué representaban? Aquello que puede quedar condesado en una cita del estudioso de la utopía Ernst Bloch: «Lo que puede decirse de los ritos órficos respecto a la muerte, puede decirse también de la liberación en general: una liberación que no cae fuera de la pasión sensible, sino que se inserta plenamente en ella como pasión convertida en suprasensible.

El camino consiste en un claro ascetismo, pero la finalidad y el contenido son la plenitud entusiástica: prometida por los órficos es apasionamiento dirigido hacia lo alto».

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