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22 Oct 2024
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Las despedidas que más duelen: el verano en que mi madre tuvo los ojos verdes

Todo cambia para Alekseicuando su madre le confiesa algo que transformará su relación y sus vidas. Ambos deben pasar juntos un último verano, que no es más que una continua despedida entre madre e hijo, así como de todas las cosas que crearon juntos

Es difícil delimitar el momento en el que comienza y acaba una despedida. Cuando esta se produce, el duelo que la acompaña ya se ha llevado a cabo mucho antes en nosotros. De hecho, la mayoría de abrazos que preceden a un adiós llegan sin fuerza y cansados a los brazos de quien los recibe. A veces, en cambio, se produce un fenómeno extraño como es una despedida repentina, que por una fuerza mayor o por un capricho del destino sucede sin que nadie esté preparado para afrontarla. No es este el caso de Aleksey, protagonista de El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes, pues su verano se trata de una continua despedida.

Tatiana Tîbuleac es la autora rumana de la novela El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes, y es la culpable de que hoy reflexionemos en pleno septiembre acerca de las despedidas y todo lo que dejamos atrás, por otro lado, un tópico bastante apropiado para este mes del año. Desde su publicación en el año 2019, la novela ha alcanzado un gran éxito que se ha conservado hasta la actualidad. No es para menos, pues la poética que destila su estilo literario y la creación de un personaje protagonista tan complejo como es el joven Aleksey han convertido a este libro en una de las revelaciones de los últimos años.

La novela narra las vivencias de Aleksey en forma de diario desde una perspectiva adulta, pues en el tiempo presente este personaje es un pintor de renombre que relata sus vivencias de adolescente. Estas abarcan desde su ingreso en un centro psiquiátrico, el abandono de su padre o la muerte de su hermana y las negativas consecuencias que esto tuvo para su estructura familiar. La rabia se apodera de las dos versiones de Aleksey (en su etapa más madura y adolescente), lo que desemboca en un relato cruel y desgarrador.

Narrado en primera persona, Aleksey destaca por la fuerte personalidad que caracteriza a su personaje. Asistimos como lectores a su viaje de reconciliación con su pasado. Su enfermedad mental hace que sus vivencias se impregnen de cierto grado de irrealidad, y que pongamos bajo tela de juicio constantemente lo que se nos cuenta.

Sin embargo, todo cambia para este personaje cuando su madre le confiesa algo que transformará su relación y sus vidas. Ambos deben pasar juntos un último verano, que no es más que una continua despedida entre madre e hijo, así como de todas las cosas que crearon juntos. Toda la rabia de Aleksey hacia su madre se va transformando en comprensión y cariño, pero también en tristeza y desesperanza. Así, Tatiana Tîbuleac muestra una evolución madurativa, pero también el duelo de un hijo que intenta perdonar a su madre (por cierto, se agradecería cierta autocrítica por parte de este personaje en algunos momentos de la novela). Si las relaciones materno filiales ya son complejas de por sí, la situación que atraviesan estos dos personajes hace que su mundo esté plagado de incógnitas y de asuntos sin resolver, que dificultan la comprensión entre ellos y la empatía hacia la vida del otro.

Uno de los aspectos más interesantes es la intimidad y el transcurrir del tiempo sobre esta. El verano entre Aleksey y su madre les permite crear una atmosfera propia en la que nos encontramos con elementos como los campos de amapolas, la tienda donde compran cerveza y alimentos, la playa o las palomitas. Cada uno de ellos adquiere un nuevo significado, puesto que marcan las vivencias compartidas, y pasan a formar parte del universo que ambos crean entre un junio y un septiembre concretos.

Los ojos de mi madre eran las cicatrices del verano

Con este tipo de comparativas, todo el trasfondo de la novela se cuenta a través de capítulos cortos, que conseguirán causar impresión en un lector conmocionado por la tristeza que arrastran los personajes que van apareciendo. La habilidad de palabra de Tatiana Tîbuleac es su mayor virtud, pero a veces se convierte también en su peor enemiga. Por un lado, la belleza del lenguaje se encuentra en cada fragmento, asegurando que las metáforas y las imágenes preciosistas inunden una novela que en la tristeza encuentra una paleta de colores significativa que ilumina la oscuridad. Por otro lado, este lirismo quizás resulta excesivo en algunos fragmentos. La dureza de lo contado resulta mitigada por el empleo de figuras retóricas que hacen que un lector poco interesado pueda desconectar de la historia narrada.

Al acabar el verano acaba la cuenta atrás (toda la novela es en realidad el tic-tac constante y acelerado de un reloj) y llega la despedida. Es trabajo de los que se atrevan con esta novela descubrir si este viaje de redención de Aleksey resulta victorioso o no, o, si lo que trató de sanar durante un verano (que es en realidad toda una vida) ha llegado al lugar esperado.

En el momento de la despedida seguro que Aleksey tuvo una sensación parecida a la de cualquier mortal que deja atrás algo muy significativo (aplicado a personas, lugares u objetos preciados). Septiembre augura cambios y obliga a pronunciar muchos “hasta luegos”, que ya semanas antes hemos practicado para que llegado el momento sean menos destructivos. Aunque nuestras despedidas sean más alegres que las de esta novela, nunca es agradable llegar al final de algo. A veces resulta difícil entender que en un mundo como el actual que nos promete una conexión entre personas continua haya más abrazos que vaticinan el adiós en las estaciones de autobuses que muestras de cariño sin vísperas a un futuro incierto en los parques.

El poder de la mirada: los ojos verdes de mi madre

Aleksey destaca continuamente el color verde de los ojos de su madre durante aquel verano. Hasta entonces, ella no había tenido ese color tan marcado, pero su hijo está convencido de que ella está más guapa que nunca con esa tonalidad verdosa.

El poder de la mirada y de los ojos ha inspirado a numerosos artistas a lo largo de la historia con connotaciones casi siempre románticas. Alejandra Pizarnik recoge en el 1962 la idea de que “El amor, si es algo, es dos que se miran”. Al mismo tiempo, obras cinematográficas como “Antes del amanecer” (1995) basan gran parte del enamoramiento en el juego de miradas de los enamorados, y Celine señala como: “me gusta sentir sus ojos sobre mí cuando me doy la vuelta”. Mucho antes de esto, la poesía renacentista le otorgaba poderes mágicos a los ojos de las amadas, llegando a afirmar que los enamorados caían en un embrujo al mirar a los ojos a su amada, liberando esta unos espíritus por estos órganos circulares.

Aleksey también cae en el encanto de la mirada. En este caso, descubre a través de los ojos de su madre que esta no es tan solo la persona causante de todos sus males como había podido imaginar. La belleza de sus ojos le advierte de que hasta donde todo está impregnado por el dolor aun puede quedar un resquicio de belleza. Sus ojos están cansados por todo lo que han vivido y al mismo tiempo son la muestra a través del tiempo de toda su historia.

Los ojos de mi madre eran las ventanas de un submarino de esmeralda

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