Un clásico nunca es un mero producto de su época, sino una obra capaz de resistir y trascender a todas las épocas posibles, un reflejo de eso en que consiste ser humano a pesar del paso del tiempo, una muestra de afectos y afecciones que son universales y en los que, por ello, nos reconocemos sin que importe el momento al que refieren. Tenemos la suerte de que, de vez en cuando, se nos traen a los teatros incluso aquellas piezas que parecían olvidadas, que empezábamos a ver condenadas a enterrarse en la historia.
Es el caso de Es peligroso asomarse al exterior, obra de Jardiel Poncela estrenada en 1942 y muy poco representada, que la directora Pilar Massa ha tenido la valentía de querer rescatar para llevarla al Teatro Español. Esta pieza cuenta la historia de Isabel, a la que con tanta gracia da vida la actriz Lucía Quintana, una joven que se enamora de tres hombres diferentes y que, al hacerlo, de manera involuntaria e inconsciente se transforma: al darse cuenta de que la querían, se sorprendía mostrándose como ellos querían que fuese. Su personalidad muta y se adapta a aquello que cada uno espera de ella sin necesidad de fingir, pues sus propios virajes le acontecen casi sin darse cuenta.
La reflexión a la que invita este argumento es lo suficientemente universal como para que pensemos en el título como si fuera un clásico con todas las letras. ¿Quién no se ha visto alguna vez modulando su personalidad para tratar de agradar a algún entorno? ¿Qué identidad es tan férrea como para permanecer inmutable ante cualquiera de sus circunstancias? ¿A quién no le ha cambiado algún amor? ¿Acaso no es habitual descubrirse a uno mismo mitigando o exagerando sus rasgos de carácter según el contexto? En palabras del autor, “todo ser humano es una mezcla. Y esa mezcla, como un agente químico, como un sulfuro, reacciona ante las causas exteriores, ante las circunstancias, ante la temperatura, ante los demás agentes químicos, y toma un determinado «color» y un cierto «estado», diferentes a cada contacto con cada causa exterior”.
La Máscara
Efectivamente, todos nosotros tenemos alguna máscara. Y esto no tiene que ver simplemente con la voluntad de ocultarse, explicación que resultaría, quizá, demasiado sencilla. Es posible que esto no se deba a la existencia de un sustrato firme de identidad dentro de cada individuo que manejemos a placer según la conveniencia que deseemos estimar, sino a que nuestra identidad, eso que somos, que nos define, se constituye también en el ejercicio de dichas relaciones.
El resultado necesario de esto es, para Jardiel Poncela, “que el ser humano no sea el mismo para todos los demás seres humanos: que sea distinto para cada uno de ellos; que tenga tantas personalidades como causas exteriores presionan sobre él cuando habla, trata o convive con el ser humano correspondiente”. A Isabel esto le sucede en uno de los ámbitos más delicados y poderosos en los que nos adentramos los humanos, aquel que tiene la mayor capacidad de sumirnos en la enajenación más absoluta: el amor.
Es el amor la única fuerza lo bastante grande como para hacer tambalear los cimientos más profundos de nuestra identidad, la única fuerza con poder suficiente para que olvidemos incluso quienes somos. Cuando en la tragedia de Shakespeare Julieta suplica a Romeo que olvide su nombre y su procedencia y que, a cambio, la tome a ella; es absolutamente consciente de la magnitud de aquello que mueve a los amantes, de la omnipotencia del amor. La vivencia de Isabel es tan universal como la de Julieta, y sobre sus conflictos no han sido pocas las reflexiones que se han hecho, especialmente, atendiendo a la posición especial en la que se deja a la mujer en los asuntos de amor e identidad.
Hombres observando a mujeres
Margaret Atwood escribió en su día que las mujeres tienen dentro de sí a hombres observando a mujeres. Berger insiste igualmente en esta cuestión apuntando cómo las mujeres se contemplan a sí mismas mientras son miradas, integrando en ellas a un supervisor siempre masculino. Isabel, inconscientemente y de forma natural, se vigila a sí misma desde las posiciones de Gerardo, Federico y Mariano, sus enamorados; y, según con cual esté, se emborracha o permanece en la más estricta sobriedad, vuelve a saber bailar o lo olvida por completo y se convierte en la más pasional de las enamoradas o la más modosa y discreta. Jardiel describe estos hechos con la comicidad tan propia y auténtica que le caracteriza y cuenta, ochenta años más tarde, con un elenco de hasta catorce actores que encarnan sus personajes adoptando la misma esencia que él mismo, su creador, les proporcionó.
Cuando un espectador se decide a ir al teatro a ver uno de estos clásicos indiscutibles y toma asiento se encuentra en frente no sólo con un escenario, un decorado y unos actores, sino consigo mismo. Y esta es una paradoja muy especial, pues es posible gracias a unos personajes que, sólo siendo ellos mismos, consiguen ser todos nosotros, pase el tiempo que pase.