Cuando paseo de madrugada por la ciudad me reconforta mirar hacia arriba y que siempre haya al menos una luz encendida en la ventana de algún edificio. Un rincón que sugiere vida. Una conversación en el balcón, un cigarro y el sonido del camión de la basura de fondo me resulta una escena sorprendentemente tranquilizadora. Los edificios se vuelven unos gigantes que te dan la espalda y te rodean, pero a la vez te abrazan y te encuentras protegido por ese conjunto del que formas parte y del que a la vez eres totalmente prescindible. Las luces, los escaparates y los colores vistosos me enredan y hacen que me sienta atraído hacia su brillo, como si mi cuerpo respondiese a los mismos estímulos que el de un insecto. Cada rincón de una ciudad está construido por y para el propio disfrute humano, es normal que pueda encontrar belleza hasta en una lavandería abierta dieciocho horas.
Todas estas sensaciones imagino que serán las que añora Lea, protagonista de la novela de Elisa Levi Yo no sé de otras cosas. Lea es una adolescente de diecinueve años que lleva viviendo toda su vida en un pueblo prototípico, o como ella dice, en un pueblo diminuto donde el mundo se acaba. La España vaciada parece que encuentra una caricatura en este pintoresco lugar, donde apenas hay una tienda de ultramarinos, una iglesia y mismo número de calles que de niños que lo habitan en su totalidad: cuatro. Un bosque rodea el pueblo, que simboliza este final, ya que todo aquel forastero o persona que decide aventurarse más de la cuenta en él acaba no regresando jamás.
Lea padece claramente lo que hoy en día calificaríamos de “anemoia”, o lo que es lo mismo, echa de menos algo que nunca ha vivido, que en este caso es la vida en la gran ciudad. Condenada a repetir una y otra vez el mismo día, en un pueblo donde pasan las horas con mayor lentitud que en cualquier otro lugar, sus únicos divertimentos son fumar marihuana con sus amigos, contar historias que ocurrieron e imaginar su vida fuera de ese sitio. La novela comienza en lo que parece que va a ser un punto clave en la vida de la joven: está decidida a escaparse y a iniciar una nueva vida lejos de ese lugar.
Elisa Levi presenta esta situación de una forma eficaz: un monólogo casi interior a través de la conversación unilateral de la joven con un señor que llega al pueblo, a quien le explica toda su situación. La autora logra crear un ambiente casi místico con la simbología entorno al pueblo, que recuerda a lo mejor del realismo mágico hispanoamericano.
La única pega que se le puede poner a la novela es la excesiva lentitud. El estilo, que resulta distinto y ameno en las primeras páginas, llega a cansar en ocasiones, y puede desesperar a quien busque puro entretenimiento. Elisa emplea recursos que conectan con el habla coloquial y a veces infantil, recordándome inmediatamente a una de las lecturas ya comentadas anteriormente: Panza de burro. Ambas autoras crean un lenguaje particular, que si bien emociona y conecta en numerosos momentos, puede llegar a resultar excesivo en muchos otros. Lea está condenada a vivir sin emociones fuertes ni sucesos, y a veces, parece que los propios lectores lo estamos también en estas páginas. Sin embargo, el sorprendente final vuelve a conectar con esa individualidad con la que la novela se presenta en las primeras páginas, y que la convierte en una buena opción para entretener y emocionar.
Supongo que Lea al llegar a la ciudad mirará al cielo y tan solo viendo reflejadas las luces de los edificios echará de menos apreciar las estrellas. Pisar el asfalto descalza le hará heridas que nunca antes habría sufrido si decidiese quitarse los zapatos en su hogar para sentir la hierba fresca. La hostilidad de los lugareños se convertirá en algo peor: indiferencia. Su nombre pasará de ser objeto de críticas a formar parte de un listado interminable de nombres y apellidos que conforman un censo. Lo peor será la llegada del verano, cuando ese, ya no tan dulce sonido del camión de la basura haya sustituido al canto de los grillos que acompañan a una luminosa luna. La vida de la gran ciudad nos seguirá atrapando tanto a Lea como a mí, pero está bien tener otro sitio al que acudir en busca de refugio. A veces el gélido frío de enero tan solo lo puede combatir una reunión alrededor de una chimenea, y el silencio, de vez en cuando, también ayuda a encontrar esa ansiada libertad.
Domingo en la ciudad
Son las once de la mañana y tras un desayuno sin cronómetro decides salir a dar un agradable paseo, bufanda en cuello y guantes en mano, por una recién despertada ciudad. Nadie tiene prisa y las terrazas comienzan a llenarse a partir de la una del mediodía: un vino al sol en una mesa para cinco acompañado de unas gildas se convierte en la panacea a una ajetreada semana, al mismo tiempo que en un manjar que ni el mejor restaurante con tres estrellas michelín podría ofrecer. A las tres (se alargó el tiempo en la terraza, de la que ya vuelves con rojeces por el sol) la comida se transforma en una sobremesa continua que puede desembocar en una siesta con la persiana sin cerrar, puesto que sería absurdo desperdiciar los rayos que todavía entran por la ventana. Quizás la vida en esta ciudad sea menos hostil, piensas, mientras das el último paseo a media tarde, cuando las parejas, personas con sus mascotas y familias se cruzan en tu camino.
Estoy seguro de que si Lea soñaba con algo de la ciudad era con pasar un domingo de invierno al sol, aunque ella no lo supiese. Claro que eso es algo de lo que te das cuenta a partir de los veinticinco, cuando asumes que la vida hay que enfrentarla sin rodeos y te propones una misión: reconquistar y hacer tuyo ese día de la semana que siempre te habías negado. Un domingo al sol, bajo la poética sombra de una sombrilla con el logo Mahou impreso en sus bordes (seamos realistas y dejemos el tópico tan manido de la sombra del árbol) es, sin duda, la nueva imagen poética de la cotidianidad, que me obsesiona y encandila a partes iguales.