La figura de Orfeo es fascinante: una imagen liminar que, por sus propias condiciones, permite ligar la cosmovisión de la India con la de la Grecia arcaica, a través de la doctrina de la metempsicosis, de la misma forma que une esa consideración tradicional del ser humano como suma de espíritu, alma y cuerpo con la promesa cristiana de la resurrección de la carne tras la muerte. La transmigración de las almas es aquello que le da sentido a todo Calvario, a toda Pasión en la que somos llamados a morir para renacer, a la manera del Ave Fénix o de los procesos alquímicos para convertir el negro en rojo. El canto de Orfeo recuerda a los hombres que pueden ser como dioses, pero no a la maneta de Prometeo, esto es, suplantando su lugar, sino elevándose por medio de los dones poéticos, alcanzando una sustancia primordial que es atemporal e increada, reingresando así en el lugar al que fueron llamados.
Según algunos proverbios, Orfeo, ese poeta tracio llamado a reinar en el cielo, la tierra y el infierno, hijo de Apolo y de Calíope, nacido del patriarca solar y una sacerdotisa seleccionada por el dios. Su conmemoración tenía lugar en el equinoccio de la primavera, cuando las sacerdotisas de Delfos, ese templo conmemorativo de la victoria sobre la temible Python, cantaban el nacimiento de Orfeo, vestidas de musas y coincidiendo con el florecimiento de todo lo vivo. Con el renacer de la Naturaleza llega la festividad del iniciado por excelencia, cuyo cántico, encerrado en una lira de siete cuerdas, hace vibrar intensamente el sustrato dionisíaco que toda forma de vida lleva oculta en su interior. Por eso, concluida la iniciación, tras la catábasis y la anábasis, el poeta debe ser decapitado por las Bacantes para volver a nacer tras la conclusión de los ciclos: en eso se parece al sustrato previo indoeuropeo que él encarna y que está presente en todas sus manifestaciones culturales. Orfeo, decimos, tiene tanto de Dioniso y Buda como de Jesús.
Antes de alcanzar su merecido puesto de relevancia en Eleusis, Orfeo obtuvo su nombre en Samotracia, una localidad misteriosa poblada por los pelasgos y situada en el norte del mar Egeo, y donde a su vez Pitágoras fue iniciado, según reza la leyenda. Allí el panteón era principalmente femenino, aunque la mayoría de dioses no tenían nombre, con Démeter y Perséfone gobernando sobre todos los demás, y destacando el lugar de importancia que ocupaban las deidades de apariencia serpentígera. Kadmilos, hijo de Hefesto y Cabeiro, y a su vez padre de las musas, era considerado el patriarca de Samotracia, cuyo culto alcanzaba su cénit cuando se producía la boda sagrada (o hierogamia) entre una sacerdotisa representante de la diosa y el dios. La parte esotérica de esas enseñanzas quedaba en manos de la doctrina de los pitagóricos y el canto de los órficos.
La poiesis es la voz del ser superior que portamos en nosotros, el canto que remite a un origen mítico habitado por el Dios, es el brillo de la energía creadora, de un genio musical capaz de iluminar las edades y de desvelar las enseñanzas ocultas detrás de las alegorías. El amor, en el sentido órfico, es aquella fuerza mágica que, en tanto proviene de Eros, trata de religar la potencia solar masculina con la esencia lunar femenina; o, en otras palabras, el rayo de Apolo con la hondura insondable del Eterno Femenino al que los poetas han rendido tributo desde el principio de los tiempos, partiendo de Orfeo hasta llegar al grado máximo de autoconciencia con Robert Graves, y pasando por la excelsa categoría de Dante Alighieri o Gérard de Nerval, que llamaron Beatrice o Aurelia a su Musa. Tracia, lugar de origen del culto órfico y sus ritos músico-poéticos, fue también la patria de las Musas, tierra de cultivo de las artes sagradas y la realización de la Obra, con imponentes santuarios dedicados a Kronos, en comunión con la cuna del espíritu ario de los primeros indoeuropeos, donde la tradición guerrera incluía en sus propios fundamentos la devoción viril.
El nombre de Orfeo, exiliado de Samotcracia que huyó a Egipto en busca del amparo de los sacerdotes, poeta que acompañó a Jasón y los Argonautas en su travesía para recuperar el ansiado Vellocino de Oro, revela su propia esencia: es, en palabras del masón Édouard Schuré «Aquel que cura por la luz», apolíneo estandarte de Hermes que descendió a los infiernos a la caza de la diosa, y que renació de sus cenizas para revelar a Dioniso, el Verbo encarnado como hijo del Demiurgo, en los misterios fundacionales del alma griega. La leyenda más popular de Orfeo dice que perdió a su esposa Eurídice por una picadura de la serpiente, y que volvió a verse alejado de ella, tras arrebatarla del inframundo, al no poder evitar mirar atrás antes de llegar a la Tierra… Una trama con claras resonancias gnósticas, igualmente familiares a pitagóricos y órficos: es la condena del alma atrapada en el cuerpo, del espíritu anclado a este mundo terrenal.
Si Osiris es el Eterno Masculino, el dios que Apolo vendría a manifestar en los ritos eleusinos, Isis es sin duda alguna el Eterno Femenino que hace falta completar la doble faz andrógina del trono divino, mientras que Orfeo es, por su parte, una reverberación de Verbo, de Dioniso, encarnado para morir en nombre de su pueblo, como regalo sacrificial. Perséfone, hija de Zeus y Deméter, será raptada por Hades para casarse con ella en el inframundo: un mito griego de procedencia egipcia, que involucra al dios de los muertos con la diosa de la vida. Gracias a la mediación de Hermes, mensajero de los dioses y patrón de los iniciados, se llegó a un acuerdo entre Júpiter y Plutón, ambos vástagos de Saturno: Perséfone pasaría la mitad de su tiempo con los vivos y la mitad sobrante con los muertos. Con ese acuerdo, que satisfizo a Deméter, dieron comienzo los misterios eleusinos.
Este conjunto de mitos, la muerte y resurrección de Dioniso en conjunción con el tránsito periódico de Perséfone del reino de los vivos al de los muertos, resuenan indudablemente en la propia leyenda que contiene a ambos: el descenso de Orfeo a los infiernos, su fracaso y su posterior decapitación por parte de las Bacantes para volver a la vida con el nacimiento del nuevo ciclo. El sacrificio de Orfeo, como el de Prometeo solo que de una forma completamente distinta, encarna la necesaria muerte simbólica de todo iniciado para poder acceder a la sabiduría de los dioses. Su cabeza cortada, que canta más allá de la muerte, su lira que no tañe si no es en las manos adecuadas o su renacimiento como cisne blanco y no como hijo de una mujer, son elementos constitutivos del poder creador que ha originado el cosmos y al que su culto rinde honor por medio del rito.
Esquilo y Sófocles, entre tantos otros, formaron parte de los ritos eleusinos que, según algunos Padres de la Iglesia, no eran otra cosa que un festival de depravación sexual en cuya última jornada entraban a formar parte las drogas alucinógenas. La cópula y el brebaje, sin embargo, parecen tener un contenido más profundo que simplemente el recreativo, a la luz de estas y otras leyendas que acabamos de nombrar. El neófito debía internarse en una cueva a través de la cual se iba abriendo paso por medio de galerías y diversas pruebas donde, a su vez, se escenificaba el propio camino de perfección de Dioniso. Angustia y danza, temor y reverencia, esplendor y sombra, sumidos en un mismo abrazo: el del canto órfico, su máximo exponente. Lejos de ser un proceso para desplegar las bajas pasiones, los ritos de Eleusis estaban consagrados a la serenidad ascética que otorga el control de los instintos: la contemplación. Es el plano vertical en su esencia más pura: primero el descenso a las regiones inferiores del ser antes de ascender más allá de la Rueda del Dharma y su control, de acceder a aquello que los budistas llaman: Nirvana.
El neoplatónico Thomas Taylor, primer traductor de Platón y Aristóteles al inglés, además de ser un profundo conocedor de los fragmentos órficos, escribe: «De lo único de lo que podemos estar seguros, de común acuerdo, es de que antiguamente vivió una persona llamada Orfeo, que fue el fundador de la teología entre los griegos, el que instituyó su vida y su moral, el primero de los profetas y el príncipe de los poetas; él mismo era hijo de una musa y enseñó a los griegos sus ritos y sus misterios sagrados; de su sabiduría, como de una fuente perenne y abundante, brotaron la musa divina de Homero y la teología sublime de Pitágoras y Platón». Eleusis, cima del orfismo, estaba consagrado a la acción más bella de todas: hacer de un hombre el microcosmos que se refleja en un Templo más grande que él. Y todo lo demás es silencio.