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13 Oct 2024
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Poéticas de la Modernidad

No tenemos una ficción compartida del futuro. La creación del pasado parece haber agotado nuestras energías creativas colectivas. Al explorar el poder del pasado para producir el presente, la novela nos sugiere cómo explorar las posibilidades del presente para producir futuro

Si hay una particularidad dentro de la literatura moderna es que manifiesta su innegable sed de lo Absoluto por medio de una poética de lo fragmentario. Pienso, por ejemplo, en Friedrich Nietzsche, Witold Gombrowicz, Nicolás Gómez Dávila, Ernst Jünger o W.G. Sebald, que son autores fragmentarios; y lo mismo sucede con la obra ensayística de Émil Cioran o con la prosa de Paul Valéry: componen carpetas de apuntes dispersos, llenas de intertextualidad reflexiva y de hibridación estilística.

Tanto Walter Benjamin, autor de El libro de los pasajes (1983), como décadas después Don Delillo, autor de Submundo (1997), entienden que lo fragmentario expone mejor que nada la interconexión del mundo hipertecnificado. La nueva urbe radiografiada por el flâneur baudeleriano es accesible por medio del desparrame subjetivo que hallamos en las Memorias del subsuelo (1864) de Fiódor Dostoievski; y no es casual la aparente locura del narrador dostoievskiano, porque «si todo está conectado», al decir de E.M. Forster, la paranoia que acarrea cualquier ejercicio de apertura también crecerá de manera equivalente.

Contra la tentación tribal de la paranoia, en buena medida inseparable del universalismo y del Capital, resalta la narrativa de autores como William Vollmann, autor de El Atlas (1996), o del gran László Krasznahorkai, autor de Y Seiobo descendió a la Tierra (2008), que son elevados por la arquitectura de sus respectivas obras a la categoría de “cartógrafos” del mundo contemporáneo, empleando ficciones con ansia de totalidad y con la ambición suficiente como para abarcar el absoluto partiendo de la experiencia subjetiva, sin caer por ello en el derrotismo o en la excesiva discursividad… Y todo ello en una época donde la disgregación que es consecuencia de la entropía, de la Ilustración y de la digitalización se hace cada vez más evidente.

Recordando al gran Jameson, mi admirado Juan Francisco Ferré recogía esta cita del gran teórico norteamericano: «Quiero mencionar un encuentro que en su momento me pareció sugerente: al preguntar a un joven artista si aún había alguien que copiase de los antiguos maestros, como todavía hacían Picasso o Pollock, recibí la siguiente respuesta: “No, sacamos nuestras ideas de la teoría, de leer a Baudrillard, a Deleuze o a quien sea”» (El postmodernismo revisado, 2012).

Si tuviera que escoger entre las distintas poéticas del novelista contemporáneo, yo diría que es la narrativa del enigmático Evan Dara, como antes la de su modelo Thomas Pynchon, aquella que mejor ha sabido reflejar las consecuencias de la última Modernidad en las pequeñas comunidades y en las psiques individuales: en El cuaderno perdido (1995) se narra desde dentro la desintegración de la comunidad; y en La cadena fácil (2008) se narra desde fuera la desintegración del individuo… Si es que cabe la diferencia. En lugar de ambos, el absoluto ficticio de una comunidad o de una identidad individual, emerge el peligro de la colmena, la tentación de la red, con su contrapartida salvífica: la sincronicidad y la apofenia propias del Ánima Mundi que nos conectan a todos dentro de una misma imaginación común atemporal.

Leámoslo en palabras de dos eminentes novelistas como Thomas Bernhard: «Qué horrible nos resulta el todo»; y también Roberto Bolaño: «Que el Todo es imposible, que el conocimiento es una forma de clasificar fragmentos». En ese sentido, apuntando incluso más ejemplos como La amante de Wittgenstein (1988), de David Markson, podemos afirmar que la literatura es la única y atemporal realidad virtual que puede experimentar la humanidad pasada, presente y futura. Todo lo demás es simple y llana destrucción de lo humano en beneficio de lo artificial. Por eso afirmo que la novela es, en cuanto invención y ambición, la forma humana de conocimiento de la realidad más capaz: uniendo lo disperso en un mismo imaginario social que comprende distintos sistemas de sentidos interconectados entre sí por un conjunto de memes semánticos compuestos por palabras e imágenes comunes.

Y es que, aquello que con más fuerza une a las sociedades modernas es el imperio del ocio, la tiranía del entretenimiento de las culturas postindustriales, con su evidente correlato existencial: el tedio y la náusea… Eso que Charles Baudelaire llamaba «el horror de la vida» y que H.P. Lovecraft denominó como «la tortura diaria de lo cotidiano»… No en vano Gustave Flaubert quiso escribir una novela sobre la nada y tras décadas de pugna contra el folio en blanco acabó publicando Bouvard y Pécuchet (1881); y por otro lado, David Foster Wallace consagró su última novela, El rey pálido (2011), al aburrimiento. Es nuestro único y último tema: el existencialismo de las existencias más inauténticas. Krasznahorkai supo sintetizar la Modernidad en una máxima: «Transcurre, pero no pasa»… Retorna sin más avance que la recursividad.

Esta es la poética de la Modernidad, si dejamos a un lado la vertiente dionisíaca de François Rabelais, Pietro Aretino, Miguel de Cervantes, Laurence Sterne, Charles Nodier, James Joyce, el recientemente fallecido Robert Coover y demás; porque si después de Franz Kafka llegó Samuel Beckett; y después de Beckett, Thomas Bernhard; todavía queda la pregunta final, a saber, ¿existe algo más que ese silencio posterior a Auschwitz augurado por Theodor Adorno? Yo pienso que, con la poética de la Modernidad en la mano, aún podemos afirmar que László Krasznahorkai, autor de Tango satánico (1985), es la última respuesta a esa pregunta.

Quizás podríamos terminar esta amalgama citando cierta prosa narrativa de carácter eminentemente “especulativo”, esto es, a caballo entre la novela de tesis, la profecía teológica y el pulp más popular, con autores como Philip K. Dick, Norman Spinrad, J.G. Ballard, e incluso Delillo… Porque estos y otros tantos autores son la prueba de que desde hace ya varias décadas una novela ha dejado de ser sencillamente el recipiente de una buena historia (si es que alguna vez fue solo eso) para convertirse a cambio en un espejo desde el que comprender la realidad inabarcable del mundo y un mapa ordenado de aquello que una vez apareció como caótico.

J.M. Coetzee lo dejó escrito: «No tenemos una ficción compartida del futuro. La creación del pasado parece haber agotado nuestras energías creativas colectivas. Al explorar el poder del pasado para producir el presente, la novela nos sugiere cómo explorar las posibilidades del presente para producir futuro. Eso es lo que la novela hace o puede hacer». Se trata de aquello que el recientemente fallecido Frederic Jameson proclamó de manera tan contundente como insistente: «Las ontologías del presente exigen arqueologías del futuro, no pronósticos del pasado». Rota la percepción escatológica equivocadamente lineal, pretendidamente unívoca e inevitablemente maniquea de la Historia, e inmersos en lo que el reputado filósofo alemán Peter Sloterdijk denomina como «posthistoria», ocurre que toda necesaria absolutización, paradójicamente, sólo se encuentra al alcance del fragmento.

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