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22 Oct 2024
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Saturno, los artistas y la melancolía

Saturno reinó y por eso creemos que algún día volverá a hacerlo, cuando el ciclo se renueve y la rueda continúe con su inercia natural. Es un proceso alquímico de transformación; y es ahí, en los delirios más aterradores que sólo la madrugada puede hacer germinar, que el melancólico se siente capaz de vislumbrar la visión de un nuevo sol

Antes, en la Edad de Oro de un tiempo más allá del tiempo, se dice que reinaba Saturno, célebre arquitecto y eficaz agricultor del Cosmos, por cuya desmesurada ambición −la hybris− acabó consumida su propia genialidad perversa. Con ello arribó el devenir; y con el devenir, precisamente, nos fue dada la melancolía, de la que nació la Palabra, hermana de la temporalidad, además de necesaria herramienta con la que encarna la propia melancolía… Ya que en la misma palabra «Caída» nos es dada la Caída efectiva de la que nace esa reintegración melancólica de lo fáustico en lo sacro.

La moderna imago de la melancolía, encarnada en el Hamlet shakesperiano, va un paso más allá de esto, aunque encuentra en el reconocimiento de la Caída su inicio: suyo es el motivo central y continuado del humanismo renacentista, el tan manido arquetipo del artista trágico, aquel genio torturado e incapaz de reconciliar obra y vida, puesto que el tiempo crucifica a sus hijos en el devenir y haciéndolo los hunde en la angustia más profunda que sólo conoce un origen, un destino: la melancolía.

Cuando el parricida Júpiter/Zeus, que antes mamó de una cabra, por fin destronó a Saturno/Cronos del Trono, condenando así a su Padre al helado exilio de la noche, a cambio sólo le otorgó una infinita bilis negra perdida en la inmensa oscuridad de un cosmos vacío. Más allá de la materia oscura, Saturno se vio forzado a contemplar las estrellas sabedor de que, contra su apariencia luminosa, todas ellas ya estaban muertas de antemano. Sin excepción. Ni asideros. Por eso decimos que cualquier hombre que en cualquier tiempo haya visto florecer la finitud de todo lo vivo en medio del fulgor primaveral se halla sometido bajo el tenebroso influjo de Saturno.

En el corazón del melancólico todo, salvo el Amor (y nada más que eso), termina por apagarse pronto, antes incluso de haber comenzado. Es el sino del devenir que es consciente de su propio flujo: extirpa, hiela, mata la esencia misma de la vida. Arrojado al tiempo, despojado de sentido; en perpetua soledad, en perenne desconsuelo. Lo que a otros regala, al melancólico lo destroza. Nada funciona en su corazón: toda emoción social se encuentra cauterizada de antemano. Así de brutales son los sacrificios que demanda Saturno para quien es consciente del tiempo y sus arbitrarias leyes.

El paisaje puede atenuar el dolor, si bien jamás alcanzará a desplazarlo; y lo mismo sucede con los afectos, las ilusiones y demás zarandajas con las que se despacha el hombre común, aquel en el que no cabe el apelativo de: saturnino. No hay lugar para la distracción: cuando la existencia se eleva a la categoría de constante enfermedad, la única compañía disponible son los fantasmas del pasado y las pesadillas del futuro, cuya presencia liminal se alterna, por lo común, entre los días y las noches de una vida. Debajo de cada sol, a pesar del clima y la localización, el melancólico siempre encuentra presente la vieja sombra de Saturno. Como si en las jornadas negras del espíritu la propia frialdad del cosmos ateriese el alma del melancólico.

El arte y la Modernidad

¿Quién quiere apelar en lo más mínimo a la Modernidad para explicar el Arte? ¿No sobran, acaso, la sociología y la psicología y todos los chanchullos sobre los que se sustenta esa farsa a la que llamamos Universidad? El Arte sólo se puede explicar por la melancolía, por una ausencia que a su vez procede de la Caída. La marca indeleble del melancólico es la incomparecencia en el día a día, la constante tentación del fracaso en los asuntos mundanos, aquello que desde hace centurias arrastra al melancólico desplegando un inefable frenesí interno que termina por arribar en los dominios de la creación artística… Como acontece al menos desde que Francesco Petrarca soñara despierto con el individuo occidental en sus paseos por Mont Ventoux, allá por 1336.

Leamos ahora al gran sabio italiano Pietro Citati: «Marsilio Ficino repite que Dios sólo revela los misterios de la Tierra y del cielo a los hijos de Saturno, consagrándolos a la contemplación religiosa, a la filosofía, a la magia, a la poesía, a las artes figurativas y a las matemáticas. Los espíritus más elevados de Grecia habían conocido la Melancolía. En recuerdo suyo, Ficino y Lorenzo el Magnífico, Pico della Mirandola y Durero, Rafael, Leonardo y Miguel Ángel enarbolan la bandera tenebrosa, solemne y suntuosa de Saturno». ¿No es ciertamente curioso que la mayoría de las sociedades secretas occidentales rindan culto, como saben bien sus más altos grados, al dios del tiempo?

Los melancólicos son, en esencia, seres poéticos: añoran la quietud en mitad del devenir, prefieren la meditación a la venganza, se sienten crucificados por su afán de contemplación y su incapacidad para atajar el paso del tiempo. Hay en ellos un destello de actividad, una necesidad primorosa de “Ser”, de esculpir su nombre en la corriente, que los lleva a realizar los más fáusticos proyectos y las más grandes quimeras. Su escepticismo los hace menos ilusos, más no por ello menos soñadores; y esa es su gran paradoja: no valen para otra cosa que para «perder el tiempo», para malograr toda su vida tratando de ubicar «la utilidad de lo inútil», al decir de Nuccio Ordine.

Esa es la tarea que el hombre moderno, ese que oscila entre encarnar al Caín bíblico o al «Anarca» jüngeriano, se confiere a sí mismo: ser capaz de subsanar la caída en el devenir por medio de la Obra y su Arte. Todas las arquitecturas del Mundo Moderno están consagradas a Saturno, igual que su modelo más evidente y desmesurado se levantó en honor al Maligno: la expulsión del Edén, la destrucción de la Torre de Babel o el Diluvio Universal son encarnaciones míticas de una realidad intemporal en la que el hombre que trata de afirmar su autonomía frente a lo Divino. Es puro humanismo.

Y entonces es que llega la Caída en el devenir, la expulsión de lo sacro, puesto que la respuesta de los dioses a la irreverencia “deicida” de los hombres sólo puede ser el arrepentimiento: «Y Dios lamentó haber creado al hombre» (Génesis 6:6). Si bien la salvación por medio del buen obrar nunca es negada: «Pero Noé halló gracia a los ojos de Yahvé» (Génesis 6:7-8). Del Renacimiento en adelante la Utopía es, bajo todas sus formas, la consecuencia más evidente del impulso melancólico en el individuo occidental; y por eso es que, la marca inconfundible del artista moderno es, frente a la levedad «reaccionaria» del Barroco, el «sentimiento trágico de la vida» humanista.

Por su ánimo eminentemente nocturno, la melancolía anuncia, en una dualidad involuntaria, la inminente llegada de un nuevo día. Su Reino no es de este mundo… De lo que se deduce, como supieron ver bien los neoplatónicos, que anuncia la existencia de otro. A pesar de su nocturnidad, la melancolía se destaca por contraste con el dominio de lo solar: Saturno reinó y por eso creemos que algún día volverá a hacerlo, cuando el ciclo se renueve y la rueda continúe con su inercia natural. Es un proceso alquímico de transformación; y es ahí, en los delirios más aterradores que sólo la madrugada puede hacer germinar, que el melancólico se siente capaz de vislumbrar la visión de un nuevo sol. A pesar de la estricta gravedad de su talante, ningún artista construye para el crepúsculo, sino con la esperanza puesta en el regreso del rey.

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