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18 Apr 2025
18 Apr 2025
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Sobre el arte de creer

A través de la creencia, tejemos una red invisible de símbolos, emociones y expectativas que configura lo que vivimos como real, posible o deseable

El artista y ocultista inglés Austin Osman Spare comprendió algo esencial: la creencia no es solo una idea que habita la mente, sino una forma de organizar la experiencia, un instrumento secreto del alma. No se trata tanto de qué se cree, sino de cómo se cree. Esta distinción, que podría parecer sutil o meramente filosófica, encierra una clave profunda: la creencia es una fuerza activa, una alquimia interior que transforma nuestra relación con el mundo, con nosotros mismos y con lo invisible.

Creer no es aceptar una afirmación; es habitar una determinada vibración del ser. La creencia no surge del cálculo lógico, sino de una resonancia interior. Es un modo de dar forma al significado, al deseo y a la percepción. A través de la creencia, tejemos una red invisible de símbolos, emociones y expectativas que configura lo que vivimos como real, posible o deseable. Así, más que un producto del pensamiento, la creencia es una arquitectura del alma: una construcción poética que organiza el sentido, como un lenguaje secreto con el que el espíritu se narra a sí mismo.

La mente humana, lejos de ser una máquina racional, parece estar orientada por un impulso hacia la coherencia interna. En lugar de evaluar cada idea con frialdad analítica, buscamos integrar nuevas percepciones dentro del paisaje simbólico que ya nos es familiar. No por debilidad, sino porque el alma busca unidad. Es por esto que muchas creencias no se modifican con argumentos, sino con imágenes, experiencias o revelaciones que reconfiguran el marco general del sentido.

La creencia, entonces, no está anclada exclusivamente en pruebas o evidencias externas. Nace de un estado interior. Emoción, memoria, cultura, imaginación y deseo convergen para dar forma a lo que sentimos como verdadero. En muchos casos, esa verdad no es literal ni objetiva, sino mítica: una narrativa que encarna lo que necesitamos para avanzar, sanar, resistir o amar.

En este contexto, la reflexión del arqueólogo y parapsicólogo T.C. Lethbridge se vuelve profundamente iluminadora. Escribió:

“Traté de ver la verdad en lo que estoy diciendo en lugar de pararme a determinar si es falso, es el enfoque correcto de una teoría mágica. Mientras que los científicos compiten por refutar o rechazar ideas, los magos compiten por aceptarlas… El método mágico es actuar ‘como si’ una teoría fuera correcta hasta que haya hecho su trabajo… Una teoría solo falla si no puede afianzarse en la mente y permitir que uno actúe ‘como si’.”

Esta actitud, tan alejada del pensamiento racionalista, define el núcleo del enfoque mágico. Lo que importa no es que una creencia sea “verdadera” en el sentido rígido, sino que sea fértil: que tenga el poder de actuar en nosotros, de transformar nuestra conciencia y abrir caminos. Mientras una teoría, un símbolo o un ritual funcione como vehículo de sentido, es válida. El mago no busca demostrar: busca transformar. Su vara no mide hechos, sino frutos.

Esta comprensión tiene profundas implicaciones prácticas. La creencia puede ser trabajada, ritualizada, reconfigurada. No estamos completamente sujetos a las ideas que nos habitan; también podemos aprender a habitarlas conscientemente. Técnicas como la visualización, la meditación, el arte simbólico, los sigilos, la oración o el silencio contemplativo son formas de sembrar nuevas estructuras en el terreno del alma.

Spare lo intuía: la mente puede ser entrenada como un instrumento mágico. A través del arte, del gesto simbólico, del deseo condensado en forma ritual, podemos modificar la estructura profunda de la percepción. Creer, en este marco, es un acto creador. Es imaginar y encarnar una posibilidad hasta que se vuelva palpable. Es actuar “como si” el mundo ya respondiera a una nueva ley, y así darle forma.

Trabajar con la creencia es una forma de jardinería espiritual. No se trata de adoptar afirmaciones al azar, sino de encontrar aquellas que resuenan con la verdad profunda de nuestro camino. Algunas ideas nos marchitan; otras nos abren. El alma lo sabe. Lo que creemos, en lo más íntimo, moldea lo que podemos llegar a ser.

Aceptar este enfoque requiere lucidez y honestidad. Toda creencia, incluso la más transformadora, es una herramienta provisional. Sirve mientras despierta vida. Después, debe ser soltada, como se suelta una piel vieja o un mapa que ya no corresponde al territorio que habitamos.

Esto no implica relativismo, sino una forma más alta de fidelidad: no a las ideas, sino al proceso sagrado del crecimiento interior. Cada ciclo de la vida exige nuevos símbolos, nuevos mitos, nuevas formas de fe. El verdadero poder no está en aferrarse, sino en saber cuándo soltar, y cuándo volver a sembrar.

¿Podemos entonces elegir nuestras creencias? No del todo, pero sí podemos preparar el terreno donde germinan. Podemos limpiar el campo, elegir las semillas, regarlas con atención. Podemos observar qué narrativas nos empobrecen y cuáles nos nutren. Podemos, como jardineros del alma, cultivar un paisaje interior más fértil, más libre, más auténtico.

La magia, en este sentido, no es una superstición, sino una tecnología del espíritu. Una manera de moldear la realidad desde adentro, partiendo del símbolo, la intención y la conciencia. Como decía Como decía Lethbridge, una teoría solo fracasa si no logra afianzarse en la mente y permitir que uno actúe “como si”. Mientras nos eleve, mientras nos transforme, mientras nos conecte con lo esencial, esa creencia es verdadera en el único sentido que importa: el del alma despierta.

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