Resulta especialmente lacerante constatar la dimensión del parricidio en España, sobre todo en el terreno de las artes, donde los narradores más jóvenes escriben de espaldas al legado recibido; con ello no nos referimos tanto a Clarín, Galdós o Baroja como a otros nombres más próximos: Juan García Hortelano, Miguel Espinosa, Jesús López Pacheco o Julián Ríos; y es que aquellos que, haciendo gala de toda la fanfarria gazmoña que se gasta la crítica literaria, habrían sido considerados genios del arte de la novela de haber nacido en otro país, aquí son condenados a residir en los manuales de texto de bachillerato: una magnífica garantía para la indiferencia.
Y eso con suerte; porque, ya digo, así es como tratamos en España (y es de sobra conocido) a nuestros maestros: cuando no los enviamos al exilio físico, como en el caso de Max Aub, los enviamos a otro tipo de exilio más persistente: el olvido. Así ocurre con Juan Benet y toda su corte… Puesto que ni siquiera el círculo benetiano, en su momento tan promocionado, es frecuentado hoy en día por los juntaletras más jóvenes: Félix de Azúa, Antonio Martínez Sarrión, Eduardo Chamorro, Alejandro Gándara y tantos otros han acabado perdidos entre pilas de libros de segunda mano.
¿A qué se debe esta actitud de ingratitud frente al legado? La respuesta fácil sería: una huida de la exigencia; pero esos jóvenes escritores de los que hablo se jactan, por contra, de haber leído textos bastante arduos como los de David Foster Wallace (otra cosa es que dicha jactancia se corresponda con realidad alguna), por citar a un posmoderno cuyas obras no están, desde luego, ancladas en la simplicidad. Tampoco podemos decir que no hayan leído la célebre Tiempo de silencio (1962), de Martín-Santos, o el a menudo citado El jarama (1956), de Sánchez-Ferlosio, ya que, antes o después, todos hemos tenido que pasar por eso.
¿Por qué Benet no es leído cuando es (junto a mis admirados Juan Carlos Onetti y Antonio Lobo Antunes) el escritor iberófono que mejor ha sabido trasladar el poderoso universo de William Faulkner a nuestras coordenadas lingüísticas? Creo que la razón es que todavía hoy no hemos llegado a entender bien en qué consiste la poética benetiana en toda su inacabable profundidad y en toda su incomparable complejidad; y digo esto sabedor de que otros especialistas, como Rafael García Maldonado o, más recientemente, J. Benito Fernández, ya lo han intentado antes. Benet tiene una particularidad dentro de los genios literarios españoles que lo emparenta con Cervantes: sobre todo trascendió por su narrativa (aunque también fue un brillante ensayista de asuntos literarios), no por la poesía o el teatro; y ahí es donde llega la paradoja: en este tiempo de hegemonía de la narración, nadie reconoce la importancia del gran autor narrativo que ha dado España de las últimas décadas.
Enunciar por enésima ocasión que la cultura occidental ha muerto, que sus grandes creaciones han acabado, y que, por eso mismo, sólo pueden ser estudiadas en el pasado, supone enfrentarse a la paradoja constante de que el arte de la novela, aquello que Milan Kundera denominó como «la desprestigiada herencia de Cervantes», continúa expandiéndose desde su instante fundacional, situado en la publicación del segundo volumen de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha (1615), hasta el momento en el que escribo; y lo hace incorporando la enormidad de la realidad, para habilitar así una amplia visión de la misma, empleando múltiples registros al tiempo que aquello por lo que el sujeto contemporáneo se entiende a sí mismo, a los demás y al mundo que le rodea, esto es, una capacidad introspectiva bien conjugada junto al arsenal mítico de todas las épocas, más conocido como imaginación o Ánima Mundi.
Dicha ambición obedece a esa vieja idea del romanticismo alemán (y sobre todo de Novalis) que predica que no vale la pena escribir por una meta mediocre; y donde el estilo forma parte de esa misma ambición que busca aprender el Absoluto; pero no podemos reducir esa ambición al estilo, puesto que también incluye la tarea de enunciar un sentido para ese mismo estilo: por medio del tema. Hay algo más, una posición existencial si se quiere, que busca enmascararse en cosmogonías y grandes sagas novelísticas… Algo que no se puede resumir a meros impulsos mundanos, sino que permite lanzar un aullido en la tiniebla, ante esa pregunta sin responder que es Dios. Si el tema de la Gran Novela es, en definitiva, esa totalidad imposible que podemos sintetizar como “lo Absoluto”, su estilo no puede ser otro que ese que Longino llamó: Sublime. Entienda cada uno lo que entienda por eso, claro está, aunque para mí sea Thomas Bernhard (junto con sus discípulos, entre los que destaco a László Krasznahorkai) el autor que mejor ha sabido cristalizarlo en los últimos decenios.
Todo gran escritor posterior a la IIGM es extraterritorial y aparece influido por el afán innovador, en lo formal, propio del romanticismo, primero, y después de las vanguardias artísticas, así como por la aparición de nuevos códigos de ficción (principalmente estilísticos) que el modernismo y la posmodernidad han ido implementando. La labor del escritor consiste en cartografiar una cultura que rebasa constantemente los límites que se acaban de marcar para delimitarla. El novelista contemporáneo, que escribe enamorado de lo Absoluto, por necesidad maneja multitud de géneros y tonos con familiaridad y soltura, desde una perspectiva amplia y totalizadora de las manifestaciones culturales presentes y pasadas.
Hay que elegir, en el fondo, entre la escritura o la vida, como dijera Jorge Semprún. El escritor decide vivir escribiendo, casi al otro lado de una mampara de fósil, como un grafómano encadenado a su pequeño cuaderno de espiral; y, con ello, está posicionándose vitalmente y ante la realidad y también ante la trascendencia; e incluso desde el ateísmo más militante el escritor debe abrir su escritura a esa trascendencia; y debe estar abierto, aunque cada uno lo haga a su manera, en su revelación subjetiva del Misterio, en la aproximación escrita a ese Dios del que hablaban los místicos; sobre todo si la propia idea de Dios, como la de Misterio o Absoluto, no es otra cosa que una ficción suprema… Un ideal con el que cada escritor debe dialogar de una manera o de otra.
La hipótesis de la inmortalidad es, en ese sentido, una quimera tan grande como la proyección de una posteridad; pero creo que un escritor debe proyectarse en esas entelequias con el afán de tratar de salir de las limitaciones ínsitas a su propio ser, en el acto de la escritura, para tratar de arañar un pedazo de Absoluto con su arte. Hay que vivir el papel, y no sólo redactarlo; y la imaginación ocupa un lugar esencial: es la argamasa de lo individual con lo colectivo, el puente que une ambos extremos de la experiencia subjetiva permitiendo así una forma de conocimiento superior: «Todo se repite en la vida, /sólo la imaginación es eternamente joven; / lo que nunca ha existido en lugar alguno: / sólo esto no envejece jamás» (Friedrich Schiller, «A los amigos»).