Al escribir en 1972 uno de los clásicos indiscutibles de la literatura posmoderna europea, como es Las ciudades invisibles, el italiano Italo Calvino trazó un largo poema filosófico que, a ratos, roza el misticismo de los libros más turbadores e indescifrables de la humanidad, tales como el Iching o el Tao, y a ratos se acerca al Jorge Luis Borges más divertido y escéptico, dónde todo es un simulacro lúdico revestido de una vastísima erudición y una prosa acendrada, vitriólica incluso.
Podríamos decir que la obra de Calvino pertenece a la novela porque como decía José Ortega y Gasset, «en la novela cabe todo», pero el lirismo decadente de su obra y lo fragmentario de su composición, las alucinadas metáforas imaginativas que lo pueblan, en sus fantásticos y fantasiosos escenarios, esa estructura caótica, espontánea, perfecta e imbricada en un inagotable contenido que se presta a constantes interpretaciones, la multiplicidad de rostros que brinda, su filosofía antediluviana y a pesar de ello futurista… Terminan por componer un auténtico caleidoscopio que es, sin lugar a dudas, uno de los grandes legados artísticos de su tiempo y, me atrevería a decir, también de todos los tiempos.
Para el propio autor, el libro no es otra cosa que una «carpetas de poemas» en cuyo centro se oculta «una discusión sobre la ciudad moderna», esa megalópolis urbana que resulta tan novedosa como atomizadora en el conjunto de la Historia, y donde además tiene lugar «un último poema de amor a las ciudades cuando es cada vez más difícil amarlas como ciudades». Ese libro mágico titulado Las ciudades invisibles es «como un sueño que nace de las ciudades invisibles» donde, a su vez, «La imagen de la megalópolis domina también mi poliédrico libro».
Es posible rastrear la cosmovisión latente tras la poética de Calvino, donde la vida consiste en salir constantemente de los laberintos que se nos plantean, guiados por nuestro ingenio, abiertos a descubrir la esencia de nuestro yo, ese que se esconde en el centro del laberinto: es el sentido del regreso al hogar. No en vano conceptos fundamentales como el de Gnosis y Kénosis, conocimiento y vaciamiento, comparten rima y raíz etimológica. Todo viajero tiene su órfica y personal catábasis, a modo de gran viaje de iniciación y metáfora de la propia vida, bajo la apariencia de aprendizaje que lo emparenta al célebre aserto de «conócete a ti mismo» que demandaba el lema de uno de los frontispicios principales situados en el templo de Delfos.
El héroe, todo héroe, debe ir al reino de los muertos y volver: como Ulises al Hades; igual que Don Quijote en la cueva de Montesinos; y, si me apuran, incluso como Cristo cuando murió y antes de resucitar, en la anástasis, descrita en el evangelio apócrifo de los Hechos de Nicodemo y dónde aparece citado el nombre de Longinos. En el libro de Calvino, Marco Polo desciende al inframundo, sin Virgilio para guiarle ni Beatriz para recogerle, en el capítulo “La Ciudad y los muertos II”. Allí se escribe: «El ojo no ve cosas, sino figuras de cosas que significan otras cosas», donde «La mirada recorre las calles como páginas escritas, registra los nombres con los cuales se define a sí misma y a todas sus partes».
La idea de que la realidad no ve las cosas “como tal”, sino solo en tanto que remitentes de otras cosas que no se pueden ver es, de nuevo, puramente neoplatónica: pensemos que Platón recogió filosofía de Oriente, del hermetismo egipcio que a su vez se retrotrae a Sumeria y Babilonia, de esa idea de que el mundo es sólo apariencia, que también cautivará posteriormente a Arthur Schopenhauer, maestro del pesimismo occidental y temprano lector del Vedānta Advaita. En El mundo como voluntad y representación (1819), leemos: «Aquel incomparable libro agita el espíritu a las profundidades del alma. Desde cada oración se asoman profundos, originales y sublimes pensamientos, y todo es penetrado por un elevado, sagrado y serio espíritu. El aire indio y pensamientos originales de espíritus afines nos circundan. Los Upanishads son la lectura más gratificante y enaltecedora del mundo: el consuelo de mi vida, como lo serán de mi muerte».
El mundo descrito por Italo Calvino en su novela remite a un neoplatonismo bruniano (por el gran Giordano Bruno) donde persiste cierta intuición de una realidad remitente a otra, al Mundo de las Ideas, a un Teatro de la Memoria tan enorme como el propio Cosmos en el que se inscribe, donde conocer es reconocer, siguiendo esa gnosis y anagnórisis más tarde rebautizados por el pesimismo como «voluntad y representación», señalando en cualquier caso en esa otra realidad de la que venimos antes de nacer, y a la que también marcharemos tras nuestra muerte, en el penúltimo viaje de toda existencia. En palabras de Calvino: «Después de haber conocido la superficie de las cosas se puede buscar lo que hay debajo, pero la superficie de las cosas es inagotable». Entender estas palabras supone volver a sacralizar un mundo que, como identificara Max Weber, ha sufrido un proceso progresivo de «desencantamiento» (Entzauberung).
El hombre es un animal simbólico, que necesita dar un significado mágico a lo que le rodea, recordar sus raíces que le unen a la tierra y a un pasado que no es estático, sino que nos concierne y se resignifica a cada instante; pero, constata el novelista italiano, «La tierra la ha olvidado», y en ese «olvido del ser» heideggeriano hay una suerte de etiología de la ya larga crisis de un Occidente que desprecia su tradición y su identidad, y que a cambio abraza todo lo “novedoso” e inflamante, y que es en realidad tan vetusto como el árbol del conocimiento, absorbiendo con ello aquello que resulta impropio, por foráneo e impostado, desembocando así en un modelo contrario, en definitiva, a aquello que supone la identidad del imaginario indoeuropeo recogido por maestros como Mircea Eliade.
En los capítulos intermedios, que son los que dan coherencia a los cuentos y apariencia de novela al libro, vemos como los personajes centrales no están definidos, sino que son dos caras de la misma moneda, a modo de Doppelgänger, semejando así la bilocación de un mismo ente, la partición de una psique en dos, por lo que es posible afirmar que sus conversaciones son las reflexiones de un solo personaje fraccionado, igual que ocurre con las dos mitades desgajadas de una misma Sophia Perennis: Oriente y Occidente. De ello se sigue que Marco Polo y Kublai Kan no son en absoluto personajes reales, sino que son «arquetipos jungianos» que a su vez salen del tipo histórico original y se transforman en dos figuras estereotipadas: el viajero y el emperador, que actualizan al héroe y el rey, al menos tal y como los recogió Georges Dumézil en su título homónimo.