Pasaban las once de la noche y el lugar estaba prácticamente vacío y todos los trabajadores del local nos lanzaban miradas esquivas bajo la tenue luz de la última hora, como si fuésemos dos muebles más comprados por encargo. Y faltaba poco para echar el cierre y quizás nuestra presencia allí pudiera resultar agresiva para todo el mundo menos para nosotros dos, pero lo cierto es que no dábamos cuenta de nada tan banal como el exterior: sólo éramos un par de amigos escuchando viejas canciones y bebiendo cerveza. Y habíamos pasado la velada cenando y charlando y riendo en el Café Comercial de Madrid. Y fue ahí, justo ahí, rodeados de fantasmas, que la velada estaba a punto de terminar.
Y la actualidad había traído sustento a nuestras palabras, un rato antes, una vez terminamos con las cuestiones personales, mientras comíamos un paquito de cordero estupendo y nos dedicábamos a disertar sobre el atentado contra Trump de unos días atrás: sus extrañezas materiales y sus consecuencias geopolíticas. Y sobre el cambalache de Oriente Medio. Y en ese momento, una vez terminado el ritual privado, la comida y la charleta, sonó otra canción más. Y entonces algo pasó en nuestras extraviadas mentes, un clic que redirigió todos los sentidos hacia algo más profundo que yacía atrapado dentro de la música, y por fin nos pusimos a hablar de cine.
Y como tantas otras veces en el pasado, los dos coincidimos en valorar que American Graffiti es una obra maestra del cine, sin paliativos, y en que su banda sonora (de la que formaba parte esa última canción) es extraordinaria e incomparable. Y entonces fue que dije algo parecido a esto: nunca volveremos a ver una película así de fresca en una pantalla de cine: tan natural, tan aparentemente espontánea, sin más argumento que la propia vida. Y después guardé silencio para escuchar un poco más de la música.
Y la última película que yo recordaba con cualidades similares a la de George Lucas es Everybody Wants Some, de Richard Linklater. Y nos dejamos embargar por la nostalgia mientras salimos paseando hacia la incipiente madrugada. Y una semana exacta después de aquello, ocurrió que todo eso, mis temores sobre lamentar lo que fue y se perdió y uno apenas ha conocido de primera mano, se esfumaron de un tajo cuando salí emocionado del cine, tras ver una película perfecta, tan dura y bella como no veía una desde The Irishman, de Martin Scorsese.
Y esa película con un evolvente hedor a gasolina y el oxidado gusto de la sangre, un filme visto a última hora en el cine era Bikeriders, de Jeff Nichols. Y nada, digo bien: nada de lo estrenado este año en salas, será mínimamente comparable a esa obra maestra y a la emoción que embarga al amante del cine clásico tras su visionado. Y todo, digo bien: todo, en Bikeriders funciona con una absoluta libertad. Sí. Y con la fuerza de la mejor música norteamericana.
Bikeriders: olor a gasolina
¿Y qué es, en definitiva, lo que encontramos en Bikeriders? Pues eso: lo más parecido que ha producido el cine del siglo XXI, con excepción de las películas de S. Craig Zahler, para encajar en esta definición: un libro (hecho imágenes) del catálogo de pequeñas (y extraordinarias) editoriales independientes, tales como Dirty Works, de La Felguera, de Sajalín o de Malas Tierras. En otras palabras: toda una guía existencial para el american way to die.
Partiendo de una obra periodística (incluida en la propia película, por medio del personaje Danny Lyon) sobre los clubes de moteros, Nichols ha sintetizado toda esa información en un club ficticio de la década de los 60, “Los Vandals” (su modelo real: “Outlaws Motorcycle Club”), a través de cuyas anécdotas nos contará, en tono crepuscular, el auge y caída de toda una tribu urbana. Y lo hace por medio de una tríada actoral que resulta impecable: un Austin Butler seductor, una Jodie Corner veraz y sobre todo un Tom Hardy inmenso, a la altura del mejor Robert De Niro.
Así pues, lo que nos cuenta Bikeriders se puede resumir en muy pocas palabras: tras ver una película de Marlon Brando, la icónica Salvaje, un tío normal decide construir un club de moteros como contrapunto al mundo contracultural hippie que lo está cambiando todo. Y ese tío llamado Johnny se lo pasa muy bien con sus colegas, vistiendo de cuero y con motos inimitables y recorriendo la carretera a toda velocidad y llevando gafas de sol y botas oscuras y pantalones vaqueros desgastados y grasientos…. Y un día llega una tal Kathy a una de las fiestas del club y se enamora del tío más fascinante de la fiesta, un joven sexy y misterioso llamado Benny. Y aunque se siente asustada, Kathy también se siente irremediablemente atraída, y Benny le tira los tejos, y ella le dice que tiene novio, y entonces él la sube a la moto y se encarga de despejar lo del novio… Y, por supuesto, los dos tortolitos acaban casándose un par de semanas después… Aunque tardarán bastante tiempo en ser “felices”, cuando todo eso de los moteros ya haya acabado.
Repito: la película de Jeff Nichols no pretende contar nada muy especial: un par de décadas de intrahistoria en Norteamérica. Es decir: tan sólo el anochecer de aquello que hemos visto nacer. El reverso natural de cualquier fiesta, cuando la ponemos a la luz del paso del tiempo. Y lo hace a la manera de los grandes maestros, esto es, sin pretensiones: a través de un taco grapado de anécdotas. Y de una voz “en off” que me hace recordar aquella que, hacia el final de American Grafitti, narra el trágico final de las existencias de los jóvenes a los que llevamos dos horas viendo divertirse.
Y en Bikeriders incluso aparece un loco de Vietnam… Que, en realidad, está loco porque nunca dejaron que luchara en Vietnam. Un loco tierno y asilvestrado interpretado, por supuesto, por Michael Shannon, el actor fetiche de Nichols… Que para Werner Herzog es, ni más ni menos, el mejor actor de su generación. Imposible no enamorarse de él, de ese personaje lírico y divertido, del resto de una banda digna de un western y de un conjunto de tipos intrépidos y llenos de cicatrices… De entre los que el personaje de Butler destaca por su carisma y el de Hardy por su fuerza.
Y hay transgresión y hay crimen, en la película, y hay nihilismo y hay sacrificio, eso es, y finalmente cabe hasta la renuncia a las propias motos en Bikeriders, sí, también hay de eso, incluso algo de Shakespeare mezclado con Los Soprano, y también de Goodfellas y de Rumble Fish, pero hoy no me aparece pensar en ello, ni mucho menos escribir con ínfulas ideológicas o teológicas de una película que no lo merece, porque el filme no está ahí en absoluto… Sino en otra cosa mucho más profunda que la mera palabrería: es nacimiento y muerte, amigos míos, pura vida deshaciéndose con nosotros… Y resulta tan poético y descarnado eso que logra reproducir Nichols con la cámara que uno sólo quiere llorar cuando llega al final de la última canción… Antes de ponerla otra vez a funcionar.