En un mundo fragmentado por la sobreinformación, el caos geopolítico y el descrédito de las instituciones, pocos líderes han soportado una presión comparable a la que enfrentó el Papa Francisco. Jorge Bergoglio, fallecido el 21 de abril de 2025 a los 88 años, guió una Iglesia golpeada por escándalos y divisiones internas, mientras mantenía firme su apuesta por un papado más humano, menos ritualista y más comprometido con los olvidados del planeta.
Desde el inicio, su elección fue un hecho histórico. El primer Papa no europeo en siglos, el primer jesuita en ocupar el trono de Pedro y el primero en adoptar el nombre de Francisco, evocando a San Francisco de Asís y su ideal de humildad y fraternidad. Aquella elección del 13 de marzo de 2013 rompía esquemas, no solo por su procedencia, sino por su propósito. Y es que el antiguo arzobispo de Buenos Aires llegó a Roma para incomodar, reformar y acercar.
Los jesuitas nunca estuvieron cómodamente instalados en el poder vaticano. Recelosos de su autonomía, han sido una élite crítica y ajena a las alianzas tradicionales. Que uno de los suyos llegara a Papa, después de que Juan Pablo II hubiera favorecido al Opus Dei, fue una sorpresa de proporciones inéditas. Pero Bergoglio no se dejó encasillar: “Un jesuita con alma de franciscano y verbo de dominico”, bromeó el dominico Timothy Radcliffe, sintetizando la compleja personalidad del pontífice.
Francisco no solo cambió el tono del papado, también transformó su forma. Rechazó los lujos, se instaló en un apartamento modesto de la residencia de Santa Marta, almorzaba con los empleados del Vaticano, se desplazaba en vehículos austeros y saludaba por teléfono a fieles sorprendidos por el “¡Hola, soy Francisco!”. Frente a la maquinaria vaticana, que definía como un “mamut clericalista”, optó por el contacto directo y una comunicación fresca, digital y global. Incluso fue uno de los primeros blancos de una inteligencia artificial viral que lo retrató en una abultada chaqueta blanca, símbolo involuntario de su estatus como icono planetario.
Pero su autenticidad no evitó las críticas. Fue atacado por sectores conservadores por sus reformas y su voluntad de abrir la Iglesia a nuevas realidades. Sin embargo, nunca abandonó su firmeza moral. En sus viajes, priorizó los destinos periféricos, dando visibilidad a pueblos y naciones relegadas del mapa diplomático. Eligió Ajaccio antes que París, Lampedusa antes que grandes capitales. Prefería el sur global, las cárceles, los hospitales y los márgenes.
En política internacional, optó por una neutralidad tensa, muchas veces incomprendida. Se le reprochó equiparar víctimas y verdugos en conflictos como Ucrania o Palestina, y recibir a líderes cuestionados como Erdogan o Putin. Pero su objetivo era claro: abrir puertas, no reforzar muros. Él mismo, hijo de inmigrantes italianos que llegaron a Argentina por poco, entendía la migración como una causa moral de primer orden. Lo dejó claro desde su primer viaje a Lampedusa y lo repitió en su histórico discurso en Estrasburgo, alertando sobre un Mediterráneo convertido en “cementerio”.
Fue un defensor sin reservas del medioambiente. Su encíclica Laudato Si (2015) se convirtió en texto de referencia para movimientos ecologistas y jóvenes militantes, y acuñó el concepto de “ecología integral”, que unía el cuidado de la tierra con la dignidad humana. Luego, en Fratelli Tutti (2020), arremetió contra el neoliberalismo deshumanizante y clamó por una fraternidad universal.
Su estilo fue directo, pero no exento de cálculo. Acercarse a regímenes autoritarios como China o Rusia también fue una estrategia para abrir espacios a la Iglesia en territorios donde estaba marginada. Francisco entendía el mundo como un tablero diplomático donde el bien común debía abrirse paso entre las grietas del poder.
Bajo su papado, la Iglesia se volvió menos doctrinal y más pastoral. Prefirió el gesto al dogma. Lavó los pies de presos, alojó refugiados en el Vaticano, denunció la “mundanidad” de ciertos sectores eclesiásticos y luchó por desmantelar estructuras de abuso. Su crítica al “clericalismo” fue constante, al igual que su defensa de los pobres, los migrantes y los excluidos.
En un momento donde el mundo carecía de referentes éticos globales, Francisco se convirtió en una de las pocas voces capaces de convocar respeto transversal. Mientras los premios Nobel perdían influencia y los antiguos líderes humanistas callaban, él se erigía como un testimonio de compasión, austeridad y coraje.
Para el Año Santo 2025, Francisco invitó a ser “peregrinos de esperanza”. Él lo fue. No desde la grandilocuencia, sino desde una coherencia que caló hondo. Y si eligió no estar en la reapertura de Notre-Dame, sino en una pequeña conferencia en Córcega, fue porque eligió ser fiel a lo que siempre fue: un pastor con olor a oveja, caminando por las periferias del mundo.