En su persistente estrategia para debilitar a Hizbulá, Washington ha desplegado una ofensiva económica multifacética con el objetivo de asfixiar su capacidad operativa y reducir su influencia política. La campaña no se limita al grupo armado: también busca impedir su participación en la reconstrucción del Líbano, erosionando su legitimidad tanto ante su base social como ante el país en general.
Esta política se inscribe en un plan regional más amplio de Estados Unidos, centrado en neutralizar a los aliados de Irán y consolidar la supremacía estratégica de Israel. A través de sanciones, control institucional y presión diplomática, Washington recurre a una estrategia familiar de cambio de régimen, ahora adaptada al contexto libanés, marcado por la crisis siria y la fragilidad interna.
Uno de los frentes más activos de esta operación es el control creciente que ejerce sobre entidades clave del Estado libanés. El foco principal ha sido la supervisión de aeropuertos, puertos y canales financieros, con el fin de interrumpir los flujos logísticos y monetarios hacia Hizbulá.
Pese a estas restricciones, el grupo ha logrado movilizar cerca de 1.000 millones de dólares desde el cese al fuego parcial hace cinco meses, canalizando ayuda a desplazados y activando fases iniciales de reconstrucción en zonas estratégicas como el sur del Líbano, la Bekaa y Dahieh.
Desde hace años, Hizbulá ha reconocido abiertamente que Irán es su principal fuente de financiamiento. Esta relación ha sido blanco de un esfuerzo coordinado entre Israel y Estados Unidos que ha escalado: impedir los vuelos comerciales entre Teherán y Beirut, señalados como vía para transferencias de efectivo.
Bajo presión diplomática y amenazas de seguridad, el gobierno libanés —alineado con Occidente y encabezado por el presidente Joseph Aoun— adoptó medidas para frenar el tráfico aéreo directo desde Irán. Esto incluyó el fortalecimiento de sistemas de vigilancia y la depuración del personal en el Aeropuerto Internacional Rafic Hariri, con despidos selectivos según criterios políticos o religiosos.
La seguridad del aeropuerto quedó bajo el mando del general de brigada Kfoury, mientras supervisores estadounidenses monitorean directamente su ejecución, con el objetivo de cortar los flujos de efectivo transportados por simpatizantes de Hizbulá.
Casos como el de febrero pasado, en el que se incautaron 2,5 millones de dólares provenientes de Turquía, han elevado las tensiones. Mientras sectores chiíes defienden la legalidad de los fondos, las autoridades los asocian con actividades del grupo.
Se ha intensificado el control sobre pasajeros provenientes de países como Turquía, Irak, Emiratos Árabes Unidos y varias naciones africanas, especialmente aquellos que viajan frecuentemente y sin equipaje, considerados posibles correos de dinero. En paralelo, se ha presionado a gobiernos como el turco, el qatarí y el iraquí para reforzar la fiscalización sobre movimientos financieros hacia el Líbano vinculados a entidades afines a Teherán.
En el puerto de Beirut, aún devastado por la explosión de 2020, también se han aplicado reformas en materia de seguridad y personal, ante sospechas de contrabando financiero. Israel ha encabezado campañas internacionales para exigir controles más estrictos sobre los contenedores.
En la frontera con Siria, cerca de Hermel, se ha detectado un aumento de operaciones militares coordinadas entre EE. UU. e Israel para desmantelar rutas terrestres utilizadas históricamente por Hizbulá para el traslado de recursos. Drones israelíes patrullan regularmente la zona, realizando ataques selectivos ante cualquier movimiento sospechoso.
Con las rutas físicas cada vez más limitadas, la estrategia estadounidense ha pasado al frente financiero. Se ha impuesto un control casi absoluto sobre el sistema bancario, restringiendo transferencias, remesas y transacciones comerciales. La designación de Karim Saeed como nuevo gobernador del Banco Central profundizó esta línea, tras el mandato inicial de Wassim Mansouri.
Saeed, bajo la supervisión directa de Washington, ha endurecido las restricciones sobre cuentas vinculadas directa o indirectamente a simpatizantes de Hizbulá, afectando no solo al grupo, sino también a comunidades chiíes enteras atrapadas en un sistema bancario que opera como herramienta de vigilancia extranjera.
Las casas de cambio también han sido blanco de sanciones y cierres, señaladas por presuntos vínculos con individuos sancionados por EE.UU. Esta ofensiva no solo busca cortar recursos, sino también fracturar el respaldo social del grupo, generando frustración y descontento en su electorado.
Incluso el uso de criptomonedas ha despertado el interés de las agencias estadounidenses. Aunque la tecnología blockchain ofrece mayor anonimato, el punto débil sigue siendo la conversión inicial desde dinero fiat. Washington se enfoca en interceptar estos mecanismos antes de que escapen a su control.
Otro blanco clave de la campaña es Al-Qard al-Hassan, la cooperativa financiera solidaria vinculada a Hizbulá. Esta red, que ofrece microcréditos y servicios alternativos, ha sido atacada físicamente por Israel en conflictos anteriores, pero ahora se intenta su desmantelamiento institucional.
Estados Unidos presiona activamente para que el Banco Central cierre la entidad. Aunque Saeed ha negado públicamente tal intención, se sospecha que forma parte de una agenda oculta. Al-Qard al-Hassan representa un modelo económico alternativo sin fines de lucro, con amplio respaldo popular y enfocado en comunidades marginadas que el sistema financiero tradicional ha dejado de lado.
Recientemente, se filtró información sobre un presunto hackeo a su base de datos, revelando detalles sensibles de sus clientes. De confirmarse, Washington podría utilizar esta información para ampliar su lista de sanciones y desalentar a nuevos usuarios.
La apuesta estadounidense es clara: que esta guerra híbrida —económica, digital y logística— debilite a Hizbulá antes de las próximas elecciones libanesas. El cálculo es simple: si se reduce su capacidad material, su electorado podría replegarse, fragmentarse o migrar hacia otras fuerzas políticas. No se trata de derrotarlo en combate, sino de desgastarlo desde las sombras, golpeando sus redes sociales, económicas y políticas. Para Estados Unidos, una resistencia sin financiamiento es una resistencia debilitada, y finalmente, inexistente.