El reputado filólogo escocés W. K. C. Guthrie apuntó a que Orfeo (Orpheus en latín) podría proceder de la palabra oscuridad (órphen en griego), aludiendo con ello a un talante oscuro, saturnino, melancólico. En Las basárides, Esquilo culpa a las bacantes de Tracia de la muerte de Orfeo. Platón también alude en El banquete al fatal final de Eurídice. Píndaro llama a Orfeo «padre de los cantos». Por su parte, Ramón Andrés señala: «La naturaleza del misticismo y el régimen de vida órficos estaban influidos por esta muerte y resurrección divinas. Un asunto capital entre los órficos lo constituye la aceptación de la inmortalidad del alma y su transmigración. Es notable que el nexo establecido entre la música, entendido como un verdadero camino de depuración, y la costumbre de un alimentación frugal, que favorece un estado perfecto del alma, fuera algo muy común en el seno de diversas culturas, señaladamente orientales».
Varios siglos después Giovanni Boccaccio, autor de El Decamerón, hace aparecer a Orfeo en un relato ambientado en Tracia. Sexto Empírico señala a Orfeo como un precedente de Homero. Jámblico señala en su Vida pitagórica que Pitágoras tomó muchos elementos del orfismo, como la escasa alimentación o la austera vestimenta, para volver a fundirlos en su doctrina. Hay una coherencia evidente en el hecho de que Pitágoras descubriera, en su búsqueda simbólica tomada del orfismo, que los símbolos que representan la naturaleza de forma abstracta son los números; y más aún, que con esos números que, con la matemática, se hace música, de tal forma que si Orfeo era estandarte de la música, lo era indirectamente de la matemática.
Apolonio de Rodas ofrece un papel importante a Orfeo en la búsqueda del Vellocino de oro narrada en El viaje de los Argonautas. En 1510 Marcantonio Raimondi realizó numerosos e innovadores grabados sobre Orfeo. Autores como E. R. Dodds relacionan a Orfeo con el chamanismo oriental. Por su parte, el Orfeo de Rainer-Maria Rilke trata sobre la transformación de un cuerpo en otro. Detrás de ese hecho físico se representa una realidad trascendente: auténtica metamorfosis que brota de un ciclo de nacimiento y muerte; pero trata también de la naturaleza amenazada por «la máquina» industrial que «se venga y nos deforma y debilita». El orfismo se convierte en alma del culto a la Naturaleza, quintaesencia de una forma tradicional de estar imbricado al cosmos.
Los iniciadores de los ritos eleusinos pertenecían al orfismo: allí entonaban sus himnos órficos, en honor a deidades como Dioniso. Clemente de Alejandría se refirió a Cristo como un “nuevo Orfeo”, estableciendo paralelismos entre el canto de Orfeo y las palabras de Cristo como mecanismos para impartir absolución. Paulino de Nola o Eusebio van en el mismo sentido añadiendo las dotes musicales de David. Clemente de Alejandría señala en el segundo capítulo de su Protréptico que esa revelación de lo divino ante lo humano en la decretación de la inmortalidad del alma, el descenso a los infiernos, el martirio y el sacrificio, e incluso apunta la cruz en la que muere Jesús de Nazaret como elemento tomado de Orfeo.
Rastreando en diversos textos gnósticos, Guthrie señala una tradición en la que se habla de Orfeo crucificado como antecedente directo de Cristo en el imaginario colectivo. Según él, los primeros cristianos lo adoraban como si fuera un profeta bíblico más en la genealogía que precede y anuncia a Cristo. También Guthrie es el primero en aplicar el término misticismo aplicado a Orfeo.
En La Divina Comedia, Dante sitúa a Orfeo junto a personajes reales entre los que se encuentran Séneca, Zenón, Empédocles, Demócrito o Heráclito. También aparece Orfeo en poesías de Garcilaso de la Vega, Pierre de Ronsard, Luis de Góngora, Lope de Vega, Francisco de Quevedo (Un Orfeo burlesco), e incluso en obras de teatro de Calderón de la Barca como El divino Orfeo. Posteriormente, P.B. Shelley escribirá sobre Orfeo, pero también lo harán Friedrich Hölderlin, con su Himno a Orfeo, Rainer María Rilke, con Los sonetos a Orfeo, o W.H. Auden, con su Orpheus. Sorprende constatar, en pleno siglo XXI, que Orfeo sigue siendo un misterio. Un enigma. Un hueco en blanco por el que bordea nuestra curiosidad sin terminar de posarse. Todo en él es volátil, enigmático, tan sustancial como en el fondo intangible. Pura magia.
A su vez la pintura ha hecho especial hincapié en el mito de Orfeo. Lo han pintado Bellini, Durero, Jan Brueghel El Viejo, Poussin, Tintoretto, Rubens, De Chirico o Kokoschka. En El Museo del Prado hay dos cuadros de altísima calidad: La muerte de Eurídice y Orfeo y Eurídice. El primero es de Erasmus Quellinus y está fechado entre 1636 y 1638. El segundo es de Pedro Pablo Rubens y también está fechado entre 1636 y 1638. En el arte de las artes, la música, es donde Orfeo ha generado mayor impacto. El citado Monteverdi es ejemplo de ello, pero también lo son Rameau, Liszt, Carl Orff, Telemann, Haydn, Offenbach, Rossini, Berlioz, Purcell, Stravinsky y, más recientemente, uno de los mayores músicos vivos en el momento en que escribo, Philip Glass, le dedicó a Orfeo una bellísima sonata en la que cada movimiento recrea una parte de su leyenda mítica.
En el cine destaca especialmente una trilogía de películas a cargo de Jean Cocteau, poeta, masón, padre del surrealismo y Gran Maestre del Priorato de Sión, además de principal responsable de La sangre de un poeta (1930), Orfeo (1950), y El testamento de Orfeo (1960), tres obras separadas entre sí en el tiempo, pero aglutinadas temáticamente sobre el mito clásico que, eso sí, sufre una adaptación compleja, onírica, que antepone el sentido lírico al narrativo, con un estilo que hoy resultaría arduo para el público mayoritario, si bien de gran belleza visual. Por último, cabe señalar muchas adaptaciones no explícitas del mito de Orfeo, entre las que destaca la de Alfred Hitchcock en la que para muchos es su mejor película: Vértigo (1958).
De los círculos órficos se puede decir que procesaban un mayor amor a los animales que los famosos frailes franciscanos. Frente a Francisco de Asís, Orfeo se nos aparece como un verdadero amigo de los animales; y frente a unos franciscanos a los que nunca les ha estado vedado consumir carne animal, los órficos eran estrictamente vegetarianos. E. R. Dodds señala la posible existencia de una creencia en el Pecado Original común a toda la humanidad dentro de los mismos círculos órficos. No se sabe si este era el motivo, u otro, para trocar el habitual derramamiento de sangre en los ritos por la práctica de música, algo insólito en cultos equivalentes. En el Himno órfico a Zeus leemos «Como principio y el fin del cosmos» referente a Zeus que recuerda al «Yo soy el Alfa y el Omega» judeocristiano. Orfeo curaba a los enfermos con su música, lo que se ha relacionado con el capítulo del Antiguo Testamento en que David sana a Saúl con su música. Incluso con el conocido momento de La Biblia en que Cristo resucita a Lázaro con la Palabra.
La voz poética suele ser femenina en la obra de Juan de la Cruz, frente a los stilnovistas y otros poetas de la época en cuya poesía la mujer es poco menos que un ideal: abstracción silenciosa que el poeta adora. Voz de amor, voz del erotismo, voz del placer, cabría añadir. «Salí sin ser notada» pronuncia la parte femenina de La Noche Oscura. Mujer de nombre desconocido: una Eurídice perdida en el Inframundo, que por amor desciende al «centro profundo del alma» del que jamás se sale indemne y que avanza unas veces «a oscuras y segura» y otras «a oscuras y en celada», pero siempre abrazada por las sombras de la noche: «¡Oh noche que guiaste!/ ¡Oh noche amable más que alborotada!/ Oh noche que guiaste/ Amado con amada/ amada en el Amado transformada». Su obra es, todavía hoy, el mayor testimonio vivo del orfismo en nuestro idioma.