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21 Ene 2025
21 Ene 2025
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Aldama somos todos

La corrupción es también una forma de competencia frente al monopolio del Estado, aunque sea una versión profundamente defectuosa y dañina
De Aldama

Nuestra sociedad parece diseñada para producir figuras como Aldama. No es solo un hombre corrupto; es un engranaje más en un sistema lleno de contradicciones. Representa algo mucho más profundo que otro caso de corrupción: la dependencia mutua entre quienes transgreden y quienes necesitan esas transgresiones para avanzar.

Pensemos en su papel, no como una excepción, sino como un mecanismo integrado en el engranaje del sistema. Es, sin duda, un corrupto: un hombre que no ha dudado en transgredir la ley para amasar fortunas y satisfacer intereses propios. Pero también es algo más: un proveedor. Aldama se presentaba como una especie de banco privado para aquellos que querían dinero fácil, proyectos financiados sin preguntas y resultados garantizados. En esencia, él hacía lo que los demás no querían hacer, tomando sobre sus hombros el peso de la ligereza moral.

Lo curioso es que, aunque socialmente repudiamos figuras como la suya, también dependemos de ellas. Los socios que ahora lo denuncian y las instituciones que buscan distanciarse de su nombre participaron con él en un juego cómodo. Él proporcionaba la financiación, las conexiones y las soluciones rápidas que otros no podían o no querían asumir. Lo veían como una solución, pero lo trataban como un contenedor: un lugar donde depositar no solo sus problemas financieros, sino también el peso de cualquier dilema ético.

Este fenómeno nos lleva a preguntarnos algo más profundo: ¿cómo una sociedad produce y tolera figuras como ésta? La respuesta está en la propia estructura. Aldama no es un error aislado; era la consecuencia de un sistema que, de manera implícita, permite y fomenta estas dinámicas. De hecho, estoy seguro de que existen en activo muchos más Aldamas. En un entorno donde la burocracia aplasta iniciativas y las leyes muchas veces son una trampa mortal para el emprendedor, figuras como él florecen. Son la respuesta informal a problemas formales.

Aquí hay una lección incómoda: mientras persista un entorno hostil hacia la iniciativa y el riesgo, el mercado negro de la corrupción siempre encontrará clientes. Los proyectos públicos que nunca llegan, los negocios que no despegan y las oportunidades perdidas crean un vacío que alguien como Aldama está dispuesto a llenar. Al final, la corrupción es también una forma de competencia frente al monopolio del Estado, aunque sea una versión profundamente defectuosa y dañina.

Sin embargo, reducir todo esto a una crítica estructural tampoco captura completamente la realidad. También hay una dimensión cultural que alimenta este ciclo. Nos motiva la narrativa del empresario que triunfa a toda costa, y en las cenas navideñas familiares solemos oír admiración por el que “sabe moverse”, pero también disfrutamos del morbo cuando estos personajes caen. Es un ciclo de admiración y desprecio que refleja nuestras propias contradicciones.

El caso Aldama, entonces, es una invitación a reflexionar sobre el papel que todos jugamos. En este país, donde los incentivos están tan distorsionados, que surjan figuras que sepan explotarlos es  lógico. Tal vez, el verdadero escándalo no es que Aldama existiera, sino que haya tantos que lo necesiten. Si queremos acabar con los Aldamas de nuestro tiempo, no basta con condenarlos judicialmente. Necesitamos reformar el sistema que los produce y mirar también hacia nuestras propias contradicciones.

El juicio contra Aldama no solo debería ser un ejemplo de justicia, sino un espejo. Si no nos gusta lo que vemos, quizá deberíamos empezar a cambiar lo que está detrás del reflejo. Porque mientras sigamos depositando nuestras ansias y contradicciones en personajes como él, siempre habrá un nuevo Aldama dispuesto a ocupar su lugar.

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