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29 Jun 2024
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Contrarrevolucionarios

Lo más irónico de todo ello es que quienes han promovido la Contrarrevolución, quebrando el principio de igualdad, se proclaman chulísimamente el Gobierno Más Progresista de la Historia de España

La revolución que sacudió a Francia en 1789 y que, como una mancha de aceite, se extendió por toda Europa en los años posteriores, en virtud sobre todo de las guerras napoleónicas, trajo, con el precedente de la Guerra de Independencia norteamericana, en un lento proceso que recorrió todo el siglo XIX y gran parte del XX, la implantación de la igualdad de todos los miembros de la comunidad política ante la ley. Todo ciudadano, primero, y más tarde también toda ciudadana, se encontraron, después de siglos en los que el nacimiento, o el pertenecer a un determinado estamento, o vivir en un territorio concreto determinaban el status legal, con que independientemente de ello, eran personas libres e iguales.

Esta evolución, desde la sociedad estamental del Antiguo Régimen, no se produjo, sin embargo, sin fuertes oposiciones desde los sectores privilegiados, de modo que cada oleada revolucionaria de las que convulsionaron el continente europeo durante la centuria decimonónica, ya fuera la de 1820, 1830 o 1848, por indicar las más importantes, tuvieron, al igual que la propia Revolución Francesa de 1789, su correspondiente reacción contrarrevolucionaria. La derrota de Napoleón en 1814 supuso no sólo la restauración de los Borbones en Francia, sino, impulsada por el Congreso de Viena, una vuelta –o al menos era la intención de las potencias reunidas en la capital de los Habsburgo- a la situación anterior a la convocatoria de los Estados Generales por Luis XVI. Es cierto que la Restauración no fue uniforme en toda Europa, de modo que, mientras en Francia Luis XVIII otorgaba una Carta Constitucional a los franceses que reconocía algunos derechos, su primo Fernando VII, tras el encuentro con el cardenal Luis de Borbón en los llanos de Puzol, derogó la obra de los legisladores gaditanos y abrogó la Constitución de 1812. Y esto, no sólo una vez, sino que repitió la abolición en 1823, en medio de la reacción a las revoluciones nacidas del pronunciamiento de Riego en España.

Fernando VII se convirtió, desde entonces, en el modelo no sólo de contrarrevolucionario con éxito, sino, ante todo y sobre todo, de felonía y traición. A partir de aquel momento, en nuestro imaginario colectivo español, su figura ha sido siempre referencia para comparar a los diversos traidores y numerosos mentirosos que han pululado en nuestra vida política. Y no han sido pocos, aunque ninguno logró quitarle el título, bien ganado, de Felón por antonomasia.

El nuevo Antiguo Régimen

Pero, hete aquí, que cuando creíamos que el principio de igualdad de todos ante la Ley, recogido en la Constitución que los españoles, con una gran ilusión y esperanza, votaron en 1978, era algo incuestionable, nos encontramos con que una nueva generación de contrarrevolucionarios quieren devolvernos a las desigualdades del Ancien Régime, de manera que, no ya por pertenecer a la nobleza, al clero o al tercer estado, sino por ser político de una determinada región española, se poseen unos privilegios, es decir, una ley privada, propia, para ese grupo, que les pone por encima del resto de los ciudadanos. Y no unos políticos cualquiera, sino unos que realizaron unos actos delictivos que pusieron en peligro la paz ciudadana y la unidad de la Nación. Que, además, no han mostrado ningún signo de arrepentimiento. En los viejos catecismos se decía que, para que hubiera perdón de los pecados, era necesario tanto el estar arrepentido como tener propósito de la enmienda. Y sin ellos, el penitente no podía recibir la absolución.

Lo más irónico de todo ello es que quienes han promovido la Contrarrevolución, quebrando el principio de igualdad que rompe lo más básico de la convivencia ciudadana, en un ejercicio de inconsciencia, frivolidad y desvergüenza, no han sido cerriles carlistas ni absolutistas –bueno, algunos de sus herederos son los grandes beneficiados-, sino el que se proclama, chulísimamente, el Gobierno Más Progresista de la Historia de España desde el Big Bang. Como a estas alturas de la película ya no cuela –salvo para quien quiera que se la cuelen- la vacua retórica que fluye de Su Persona ni de sus numerosos turiferarios, no queda más que una cruda, triste y dramática realidad, que la igualdad de los españoles ha sido sacrificada para garantizar –hasta que el Prófugo quiera- la prolongación de un Gobierno incapaz de aprobar otras leyes mucho más necesarias para la Nación y los ciudadanos.

No han sido siquiera a cambio de treinta monedas, como en el caso de Judas; se ha tratado tan sólo de siete votos, más preciosos que el oro para la precaria investidura, los que han bastado para privilegiar a unos políticos que han establecido los términos en que debían ser amnistiados. Hemos asistido a uno de los más tristes cambalaches de nuestra historia contemporánea. El 30 de mayo, día de San Fernando rey de Castilla, la Nación ha sido subastada en pública almoneda, en una jornada que quedará señalada entre las más vergonzosas de las vividas por los españoles desde aquel decreto del 4 de mayo de 1814. Fernando VII estaría orgulloso, aunque hoy alguien, emulando lo que el emperador Justiniano dijo sobre Salomón al construir Santa Sofía de Constantinopla, podría dirigirse a él y decirle “¡Fernando, te he superado!”.

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