No sé hasta qué punto estarán de acuerdo conmigo, pero personalmente he llegado a un terrible grado de hastío, repulsión y hartazgo ante la situación política española. Es tal el grado de corrupción alcanzado, la altanería retadora de quienes han manchado el honor y destruido el prestigio de todas las instituciones, la desfachatez de quienes nos quieren hacer comulgar con ruedas de molino, negando lo que nuestros ojos ven y tratando de manipular y cambiar la historia; la sensación desoladora de que nada importa a una ciudadanía indigna de tal nombre, cuya única preocupación es que, como si fuera la Liga de fútbol, ganen los suyos; la desilusión y tristeza ante la total falta de rumbo de la sociedad española, paralizada e incapaz de reaccionar, que, incluso un optimista como yo, necesita desconectar, no saber nada, aunque sea por unas horas, de esa fangosa política que nos va a acabar ahogando a todos.
Por ello, siguiendo el viejo consejo de Tomás de Kempis, busco sosiego en los libros. Son ellos el refugio seguro donde puedo aliviar la extenuación de mi espíritu. Solaz que me permite recuperar un poco de aliento ante el desolado y desolador paisaje nacional. Ellos, en esos inefables momentos de soledad sonora, me han permitido trabar amistad con hombres y mujeres de muy diversos tiempos y lugares, dialogar, conversar con ellos, dejando que me inspiren o me conmuevan, me llenen de gozo o de íntima melancolía. Han sido compañeros de camino desde que muy niño, apenas cuatro años, aprendí a leer, algo por lo que, a pesar de lo que rebuznan algunos pedagogos, no me siento para nada traumatizado, antes bien, estoy sumamente agradecido a aquel maestro, don Mariano, que en una sencilla escuela en la que nos mezclábamos, con distintas edades, los niños y niñas del barrio, me enseñó los rudimentos de la lectura y de la escritura, dos columnas esenciales que sostienen mi existencia. Desde aquella lejana niñez he sido un lector insaciable, siendo el libro para mí un objeto casi sagrado, que hace de mi biblioteca un pequeño santuario donde mi alma reposa.
Entre todos los escritores que me acompañan y rodean hay dos por los que siento un afecto especial, un cariño entrañable y una honda veneración, dos figuras nacidas en el mismo ámbito cultural, social y político, el viejo Imperio Austro-Húngaro previo al colapso de la Gran Guerra, de la que ambos fueron testigos. Dos hombres educados en aquella sociedad burguesa que, a la luz de la Viena finisecular decimonónica, resplandecía generando uno de los momentos más brillantes, estelares, de la cultura europea. Dos intelectuales con vidas paralelas en muchos sentidos. Ambos percibieron y reflejaron en sus obras el fin de aquel mundo en el que se educaron y crecieron; ambos experimentaron el éxito y el posterior olvido y persecución por parte de las dictaduras que tiranizaron Europa, en un caso el nazismo y en el otro el comunismo; ambos vivieron el drama del exilio, suicidándose ambos. Stefan Zweig y Sándor Márai.
Zweig ha sido fuente de inspiración inagotable para mí. Sus obras las he utilizado en clase y una de mis mayores alegrías ha sido el comprobar como muchos de mis alumnos universitarios han descubierto también su genial legado, como hace unos días me escribía uno de ellos, estudiante francés de Políticas, al leer la biografía, de la que había hablado en clase, sobre Fouché. Márai, por su parte, ha sido el acompañante fiel desde que lo conocí al comenzar mis cursos de doctorado en la Universidad Autónoma de Madrid. Debo a una queridísima profesora, trágicamente fallecida apenas jubilada de la docencia, la inolvidable Maisi Cabrera, el haberme revelado la obra del escritor húngaro. Desde el primer momento me fascinó, y cada vez que entro en una librería y descubro una nueva traducción de alguna de sus novelas, es un momento de verdadero gozo. He ido leyendo todo lo que ha sido publicado en castellano, más alguna, como Il sangue di San Gennaro, en italiano, y en muchas ocasiones he lamentado no saber húngaro para poder conocerle en su lengua original. He de confesar que cuando pude visitar su ciudad natal, Kassa, una vieja ciudad de la Hungría habsbúrgica hoy enclavada en Eslovaquia con el nombre de Kosice, experimenté una de mis más grandes emociones en un viaje, no faltando la fotografía junto a la estatua sedente del autor.
Hace unos días, ojeando libros en una librería barcelonesa, me encontré con su última obra traducida al castellano, Un perro de carácter, una curiosa novela cuyo protagonista es un perro, Chútora, en la que el autor manifiesta, de una forma muy original, su faceta autobiográfica. Un libro en el que, como suele suceder en toda la obra de Márai, se conjuga la trama aparente con la honda reflexión filosófica y que, escrito a principios de los años treinta, refleja el ambiente de la Europa de entreguerras, un periodo lleno de incertidumbres, años en los que se fraguó, sin solución de continuidad con lo acaecido entre 1914 y 1918, el terrible drama de las Segunda Guerra Mundial. Una Europa convulsa, en la que los totalitarismos de todo signo se iban imponiendo, amenazando la libertad y la dignidad de las personas. Una novela que, como todas las de Márai, nos envuelve en belleza y nos invita a la reflexión.
Zweig y Márai tuvieron que pagar su amor a la libertad, su independencia como escritores, su insobornable compromiso con una escritura no sometida a los dictados del poder, con un desgarrador exilio del que jamás regresaron. Sus figuras me hacen pensar estos días en tanto intelectual orgánico, tanto mercenario de la pluma, tanto periodista propagandista como sufrimos en España. Si la regeneración del ámbito político es urgente y vital, la de cierta intelectualidad no lo es menos. La democracia y la libertad nos va en ello.