El reinado de Felipe I de Castilla, esposo de la reina propietaria de dicho reino, Juana I, fue uno de los más breves de la historia de España, pues duró de modo efectivo apenas unos meses, desde su llegada junto a su esposa a La Coruña, procedentes de Flandes, el 26 de abril de 1506 hasta su fallecimiento en Burgos el 25 de septiembre del mismo año. En realidad, su reinado era iure uxoris pero desde el primer instante mostró que no estaba dispuesto a permitir que el reino lo gobernara ni su suegro Fernando el Católico, -quien también rey iure uxoris de Castilla, tras la muerte de Isabel I perdía dicho título y quedaba con el de Aragón y sus territorios-, ni su esposa, a la que ya se le atribuían síntomas de locura. Que doña Juana estaba mal de la cabeza, más allá de las leyendas rosadas que actualmente pretenden convertirla en una señora empoderada enfrentada a sus machirulos y heteropatriarcales padre y marido, no lo pone en duda ningún historiador serio. Probablemente se pudo deber a un componente genético, pues su abuela Isabel de Portugal, la “loca de Arévalo”, ya tuvo problemas mentales, que se agravaron a la muerte de su esposo Juan II. Que los celos pudieron influir es casi seguro, cosa que, sin llegar a sus extremos, le ocurrió a su madre la reina Católica, ante los frecuentes devaneos amorosos de Fernando.
Felipe fue proclamado rey, tras llegar a un acuerdo con su suegro, que se retiró al reino de Aragón, en las Cortes de Valladolid. Sin embargo, poco después moría de una forma súbita, tras jugar un partido de pelota. Tan súbita fue, que algunos la atribuyeron a Fernando el Católico. El impacto sobre la salud mental de Juana es de todos sabido, más allá de la imagen que los pintores románticos del XIX nos han transmitido y que han venido a conformar el imaginario popular sobre la desdichada reina.
Pero Felipe I es más conocido por su apelativo, “el Hermoso”. Una denominación que ya tuvo otro antepasado suyo homónimo, Felipe IV de Francia. La verdad es que contemplando los retratos conservados, es difícil afirmar si tenía razón el rey Luis XII de Francia, que fue el que se lo dio al encontrarse con él en Blois, cuando Felipe, junto a Juana, se dirigía en 1501 a Toledo para ser ambos esposos jurados herederos ante las Cortes castellanas, tras la muerte del infante don Miguel. Parece que el monarca francés quedó fascinado con el joven Habsburgo y así lo expresó. En cualquier caso de aquel efímero monarca nos ha quedado un bonito apelativo, frente a los más bélicos que han recibido otros monarcas –su propio abuelo, el duque Carlos de Borgoña era conocido como “el Temerario”-, sin olvidar que en Navarra hubo otro Carlos, “el Malo”, aunque para compensar su hijo Carlos III fue “el Noble”.
Que alguien como él, joven, supuestamente apuesto y, sobre todo con poder, enamorara a las gentes es algo perfectamente lógico. Un fenómeno que sigue produciéndose en nuestros días, sobre todo si hay poder. Sin ir más lejos, recientemente, un diputado en la Asamblea de Madrid, Juanjo Marcano, señalaba que el problema de la oposición con el presidente del Gobierno era que le tenían envidia “por lo bueno que está”. Es verdad que, para gustos colores, y que nadie echará en cara a su señoría Marcano que tenga como “crush” al gran jefe, al hetairos amo que decía Óscar Puente, ante quien han caído rendidas, rendidos y rendides platónicamente una amplia gama de personajes. Pero, más allá de lo pertinente de este tipo de discursos en ningún parlamento, la laudatio de la belleza presidencial habla de la ínfima calidad a la que está llegando la política española. De los gobernantes se exige que sean capaces de gestionar, de mejorar la vida de los ciudadanos, más allá de su belleza física o de la falta de ella. La hermosura o fealdad es verdad que en una sociedad tan idiotizada, tan marcada por lo aparente o lo superficial, como la nuestra, no deja de influir, incluso a la hora de emitir el voto, pero es una clara muestra de inmadurez política.
Por otro lado, la anécdota es reflejo del culto a líder que se está promoviendo en España en relación a quien también es llamado “el Guapo”, si bien las connotaciones son más de epíteto barriobajero. Un culto que se expresa a través de los medios públicos, que decididamente han olvidado su vocación de servicio a la generalidad de la ciudadanía, pero también en múltiples declaraciones de ministros, ministras y menestras, que de todo hay en el Gobierno más progresista de la Historia de la Humanidad, algunas generadoras de una vergüenza ajena sólo superada por la siguiente declaración. Algo, por otro lado, nada nuevo, y que, por desgracia, hemos visto demasiadas veces a lo largo del siglo XX. Aún recuerdo de pequeño el Nodo, que se emitía en todos los cines, aunque ha sido superado con creces tanto en aquellos medios que dependen directamente del Gobierno como en los que son generosamente regados con el dinero que sale de nuestros impuestos, convirtiendo a algunos periódicos en los portavoces de Moncloa, que como hemos sabido estos días, confirmando lo que imaginábamos, no duda en intervenir obligando incluso a cambiar titulares.
Felipe I pasó a la historia, tras su fugaz reinado, con un apelativo amable. Dudo mucho que nuestro actual hermoso sea recordado tan favorablemente. Es verdad que nunca se sabe, pues antaño tuvimos en Castilla un Pedro I “el Cruel” o “el Justiciero” según quien hable. Y él ya ha producido locura de amor. Aunque no me negarán que es mucho más triste pasar a la historia como “la Pichona”.