El 2025 promete ser un año especialmente tedioso para la opinión pública española. No por lo que ocurra, sino por lo que nos van a contar que ocurre. El Gobierno, con su habitual maestría para manejar cortinas de humo, ha decidido que el cincuentenario de la muerte de Franco merece una serie de actos oficiales. Y aquí estamos, otra vez, con el cromo de Franco en la mano, dispuesto a ser intercambiado en el mercado político mientras la inflación aprieta, el empleo tambalea y la deuda nos asfixia.
La noticia que ha encendido la mecha es la ausencia del Rey en el primer acto conmemorativo. Oficialmente, por problemas de agenda. Extraoficialmente, porque nadie en su sano juicio quiere pringarse en una trinchera donde la munición es puramente simbólica. Felipe VI no quiere, ni puede, entrar en este juego. Y no porque no tenga agenda, sino porque no tiene estómago para prestarse a otro aquelarre histórico.
No nos engañemos. Estos actos no tienen absolutamente nada que ver con la memoria histórica, ni con la pedagogía democrática, ni con el pasado. Tienen que ver con el presente. Con un Gobierno incapaz de ofrecer soluciones reales a los problemas actuales, que prefiere abrir una caja polvorienta para sacar el fantasma de siempre. Franco es el fetiche perfecto porque, a diferencia de los problemas reales, Franco no se queja, no replica y, sobre todo, no gobierna.
El PP, por su parte, ya ha anunciado que no participará en estos actos porque considera que tienen un «sentido partidista». Qué sorpresa. Como si alguien, a estas alturas, pensara que este tipo de efemérides no van cargadas de intención política. No hay nada neutral en la memoria histórica cuando la gestionan los mismos que aplauden a los herederos de ETA en el Congreso.
Mientras tanto, la sociedad española se divide una vez más entre los que creen que estos actos son necesarios para «cerrar heridas» y los que opinan que ya es hora de mirar hacia adelante. Pero a estas alturas, la mayoría de los ciudadanos están demasiado ocupados intentando llegar a fin de mes como para prestarle atención a un desfile de políticos lanzándose losas de granito a la cabeza.
Lo triste de todo esto es que, al final, la figura de Franco vuelve a ser utilizada como herramienta de confrontación. Porque mientras discutimos sobre si el Rey debería o no acudir a un acto, o si el PP debería o no participar, nadie habla de lo que realmente importa. Nadie habla del paro juvenil, de la factura de la luz, de la inseguridad en las calles, del desmantelamiento silencioso de la clase media o de los veinte nuevos impuestos que entraron en vigor desde el 1 de enero.
El Gobierno sabe que la polarización es su mejor aliada. Y Franco, cincuenta años después de su muerte, sigue siendo un combustible excepcional para alimentar esa máquina. Al final, lo de siempre: ruido, humo y mucho teatro.
Lo verdaderamente revolucionario en España sería que un Gobierno dejara de jugar con los fantasmas del pasado y empezara a enfrentarse, de una vez por todas, a los monstruos del presente. Pero eso exigiría valor, responsabilidad y, sobre todo, política de verdad. Tres cosas que, a juzgar por el panorama, parecen estar más muertas que el propio dictador.