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8 Sep 2024
8 Sep 2024
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Goles, banderas y ofendiditos

Durante la competición, la más absurda de las polémicas ha sido la constante reivindicación del color de piel de dos jugadores que han nacido en España. Da la impresión de que esta característica, que para la inmensa mayoría de la gente es indiferente, para nuestra ultraizquierda ibérica es lo esencial

Nunca me ha gustado el fútbol. De pequeño, es verdad, iba con mi padre todos los domingos al viejo y desaparecido Vicente Calderón, aunque realmente lo que me interesaba eran las gambas que después comíamos en un bar cercano. De aquellos años he conservado un cariño casi como de tradición familiar por el Atleti, y aunque me alegro de sus éxitos, no me afectan gran cosa los dramas a los que tiene acostumbrados a sus seguidores.

Sin embargo, y aunque el domingo, mientras el país estaba expectante para ver si vengábamos a la Invencible (que jamás se denominó así), me dediqué a pasear por las calles desiertas, la victoria de la selección me llenó de alegría y de orgullo. Ese orgullo que quizá sea expresión de lo que se ha llamado nacionalismo banal, y que se complementó con la victoria de Carlos Alcaraz. Un día grande para el deporte español, pero también un día grande para una nación que últimamente sólo parece recibir noticias tristes y desasosegantes, con un gobierno acosado por las cada día mayores sospechas de corrupción, con escándalos continuos que ponen en entredicho las instituciones, con el uso partidista y torticero de las mismas. Lógico que el país haya salido a la calle a festejar, desde Cibeles a la Plaza de Cataluña, desde Bilbao a Sevilla. De nuevo el deporte nos ha unido en una fiesta común, en la que algo que debería ser tan normal como portar la bandera de tu país, puede hacerse –salvo en algunos núcleos abertzales o indepes- con espontaneidad. Más allá de algunos excesos, y la fiesta siempre conlleva excesos, han sido la inmensa mayoría de los españoles quienes han hecho de esta piel de toro una gran celebración.

Digo la mayoría porque como en los cómics de Astérix siempre hay una irreductible aldea de gente cabreada y enfadada, que no sólo no se alegra –lo cual es lógico y normal- sino que parece que ha de convertir el gozo ajeno en objeto de condena. Curiosamente siempre suele proceder del mismo ámbito, la ultraizquierda nacional, que, o trata de convertir todo en una reivindicación constante o cualquier gesto, acción o palabra que se salga de su marco políticamente correcto, empapado del irracional y obtuso wokismo importado de las universidades pijas norteamericanas, les parece digno de un auto de fe progresista. Parece que, para ser ultraizquierdista, hay que estar todo el día cabreado, enfadado con el mundo y la vida, ofendido por todo. Los ejemplos estos días han sido abundantes.

Las más absurdas polémicas

Quizá, durante la competición, la más absurda de las polémicas ha sido la constante reivindicación del color de piel de dos jugadores que han nacido en España. Da la impresión de que esta característica, que para la inmensa mayoría de la gente es indiferente, para nuestra ultraizquierda ibérica es lo esencial. En lugar de disfrutar del juego, de los goles, de la imagen de dos chicos que con mucho esfuerzo –el mismo por otra parte que sus compañeros- han logrado estar ahí, a base de mérito deportivo –ah, el mérito, esa cosa ultrafacha que nuestros progresistas tratan de desterrar de la educación-, los ofendiditos, que ven fantasmas por todas partes, se han dedicado a escrutar el racismo inveterado y casi atávico del homo hispanus machirulus, o a hacer comparaciones –incomparables- con la situación de los menas. Es cierto que existe racismo en algunas personas, pero no creo que la sociedad española lo sea; racismo que, por otra parte, yo he visto en otras sociedades que el mundo woke, heredero en esto de la estupidez buensalvajista de Rousseau, considera idílicas por formar parte de eso que llaman el Sur Global –en el que meten a la China neoimperialista y capitalista sui generis-, y si no que se lo pregunten a los venezolanos que llegan a Perú o a los subsaharianos antes de cruzar el Estrecho.

Como en el antifascismo, el antirracismo necesita crearse enemigos contra los que luchar, y en esa lucha demuestra que, quizá, el mayor racista sea él. Para racismo, el que se ha visto en las pintadas contra Oyarzabal en Elorrio o los comentarios xenófobos en las redes de algunos indepes ante la imagen de la colocación de la bandera de España en la estatua de Prim en Reus, mientras los aficionados gritaban “¡Que viva España!”, todo un icono de que tanto la Cataluña real como la España real no coinciden con los estrechos marcos mentales y las anteojeras de burro de gran parte de nuestra deprimente clase política y sus adláteres mediáticos. Del aquelarre contra Carvajal, por no rendir pleitesía a Su Persona –cosa que tampoco hicieron, no olvidemos, sus compañeros. Mejor ni hablar.

Tal vez vaya siendo hora de empezar a superar esa supuesta superioridad moral de unos ofendiditos que sólo demuestran una estulticia patológica. Posiblemente, y más que con argumentos racionales, a los que son impermeables como las piedras en el lecho del río, la respuesta sea la risa, la ironía -que parecen incapaces de entender-, la burla y la indiferencia. Disfrutar de lo mucho y bueno que tiene una nación antigua, con un patrimonio y una cultura excepcionales, con unos hombres y mujeres que han hecho grandes aportaciones a la humanidad, desde el arte hasta la ciencia. Dejarnos de complejos ante quienes, acomplejados por la propia ignorancia, nos impiden la risa, la alegría, la fiesta. Reírnos de quienes son risibles, personajes patéticos sumidos en un cabreo permanente, y que, desde su torre de marfil, alejados en realidad de la gente a la que dicen representar, no son más que tristes fantasmas deambulando mientras ululan en sus lúgubres mazmorras.

¡Ah! Y que tanto ruido mediático no nos haga olvidar lo realmente ofensor, la vergonzosa situación derivada de la insigne catedrática sin título, del hermano Ausente y de un tribunal que quiere pasar página de la más vergonzosa historia de corrupción de nuestra democracia. Esto es lo que nos debería de ofender y no que en un momento de euforia alguien grite ¡Gibraltar español!

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