La semana pasada una cuenta random me informó mediante mensaje directo y de una forma un tanto airada que dejaba de seguirme porque yo no sabía apreciar la literatura de Roberto Bolaño. Tenía razón, yo había dicho en una de mis publicaciones que Bolaño, y más en concreto 2666 me parecía un ladrillo infumable.
En realidad, quienes me siguen desde hace tiempo saben que no solo no sé apreciar la literatura de Bolaño; tampoco la de Murakami, ni aun la de Salinger, por mencionar a otros dos escritores igualmente célebres y tan –incomprensiblemente por mi parte– admirados por tantos lectores. Al igual que con Bolaño, una mayoría de ocasiones ni siquiera me molesto en aclarar por qué me aburren, quizá porque la razón principal de mi aborrecimiento sea esa, que me aburren muchísimo.
Entiendo que esa cuenta hizo muy bien en dejar de seguirme. Si uno sigue a una persona que recomienda libros es porque de alguna forma coincide en sus propios gustos; hay una mínima afinidad literaria y siente que lo que recomienda esa persona tiene oportunidades de ser apreciado y disfrutado por uno mismo.
Por el contrario, si lo que esa persona recomienda se demuestra con el tiempo contrario a las preferencias de uno, resultaria un tanto absurdo hacer caso y perder el tiempo intentando leer lo que no va con uno. Entiendo, como decía, que un incondicional, pongamos mejor un fanático de Bolaño desconfíe de mi criterio para recomendar otras lecturas, dado que –por fortuna para ambos– no coincidimos en algo a priori tan esencial.
Lo que entiendo menos son las formas, el cabreo y el afán de superioridad por gustar de un escritor cuya literatura yo sencillamente no soporto. Me encanta que a otros les encante la obra de Bolaño, Murakami o Salinger. Por la misma razón, espero que esos otros acepten que a mí no.
Y que no la soporte yo no quiere decir que la obra de esos escritores desmerezca, que no haya de entrar en los anales de la literatura, o que no sea una completa genialidad desde un punto de vista literario, artístico o cualquier otro que se quiera. Puedo ser incluso capaz de entender las razones objetivas de su grandeza y mantenerme en mis trece: que no me guste.
Apelo por tanto al derecho de los lectores a seguir manifestando su personalísima opinión sobre todo aquello que leen. Y que ningún libro, aun cuando vaya acompañado del blasón del “clásico universal”, el “clásico moderno” o el “esencial contemporáneo”, y menos aún otro lector, sea lego o maestro, les intimide e imponga cambio alguno en su particular y libre opinión.
