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9 Oct 2024
9 Oct 2024
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Hildegarda

Sin una cultura fuerte, sin amplias lecturas, sin momentos de reflexión, seremos esclavos de quien, falto de escrúpulos, trate de imponernos su modo de entender el mundo

Siempre me ha fascinado la Edad Media. La auténtica, no la recreada desde unos prejuicios que la han convertido en un modelo de oscurantismo ni la que nos aparece en películas o cierta literatura pseudohistórica. Un periodo, como todos, con sus luces y sus sombras, pero en el que el ser humano supo desarrollar alguno de los momentos más brillantes de nuestro pasado. Porque si seguimos la división histórica tradicional, que no deja de ser una convención construida por historiadores, bastante matizable e incluso revisable, nos encontramos con el hecho de que desde la deposición del último emperador romano de Occidente, Rómulo Augústulo, el 476 d. C., hasta la conquista de Constantinopla por los turcos el 29 de mayo de 1453, transcurren mil años. Y un milenio da mucho de sí.

A pesar de que aún perduran, y no hay que cansarse de denunciarlo, entre mucha gente algunos mitos sobre el Medievo que no se sostienen historiográficamente, poco a poco va calando el resultado de estudios e investigaciones que van reflejando el auténtico rostro de esta época, o mejor épocas. Es cierto que, como en todo movimiento reactivo, puede estar surgiendo, o resurgiendo, una leyenda aurea, un volver a una Edad Media idealizada y mitificada, que tampoco se corresponde con la verdadera. Esto no es algo nuevo. Del mismo modo que la primera creación del mito de una etapa bárbara y atrasada correspondió a los humanistas italianos, durante el siglo XIX, como reacción a la Revolución Francesa, ya hubo un regreso nostálgico a lo medieval, que se reflejaba en ámbitos tan distintos como la literatura –recordemos el Ivanhoe de Walter Scott-, la pintura, la escultura o la arquitectura, con el desarrollo de los diferentes estilos neo, ya fuera románico, gótico o bizantino. Incluso la política del XIX vio surgir esa añoranza de una sociedad que, frente a las convulsiones revolucionarias, se presentaba como un modelo de armonía social y equilibrio político en el marco de la vieja Cristiandad.

Como recordaba Agustín de Hipona, en el medio está la virtud. Es preciso huir, en esto, como en todo, de los extremos antitéticos. Ni oscuridad y sombras ni luminosidad y perfección. Pero no por ello deja de ser menos fascinante, porque lo que me apasiona de la historia no es la frialdad de los datos, sino el poder acercarme a la vida, al pensamiento, a la cultura, la espiritualidad y el arte de hombres y mujeres como yo, pero que vivieron en un contexto distinto –o tal vez no tanto- al mío. Descubrir la grandeza, pero también la mezquindad y la crueldad del ser humano. Ver que no somos tan diferentes. Comprender, desde el acercamiento a la complejidad del pasado, los problemas de hoy.

En ese mundo medieval hubo, más allá de los mitos negrolegendarios, presencia de mujeres destacadas. Es cierto que la mayoría eran privilegiadas social, política y económicamente, pero en esto no diferimos demasiado de lo que ocurre en cualquier otra época. Algunas fueron reinas o se movieron en el mundo de la realeza y la nobleza, como Leonor de Aquitania, María de Molina, Isabel de Portugal, Urraca de León o Toda Aznárez de Pamplona; otras se dedicaron al cultivo del saber, como Dhuoda, autora de un manual para la educación de príncipes, Trótula de Salerno, médico que escribió una obra empleada como texto de medicina hasta el siglo XVI; Cristina de Pizan, tal vez la más conocida, autora de más de una veintena de libros, entre los que destaca La Ciudad de las Damas. Por poner algunos ejemplos. Aunque existió un ámbito en el que muchas mujeres pudieron desarrollar una amplia trayectoria intelectual, el monástico. Consagradas a Dios, trataron, siguiendo la vía trazada por el monacato benedictino, de alcanzar la Verdad a través del estudio y la investigación. En el ámbito alemán surgieron varias, como Hrotsvitha Gandersheim, Herralda de Hohenburg, autora de una enciclopedia, y, sobre todo, la extraordinaria Hildegarda de Bingen.

Estos días, a raíz de la celebración de su fiesta, el 17 de septiembre, una celebración reciente, pues fue canonizada por Benedicto  XVI en mayo de 2012, me ha venido a la mente su figura, una de las más atrayentes de toda la Edad Media. Se trata de una mujer polifacética, de amplísima cultura, con una producción escrita muy prolífica, artista en varios campos. Todo ello hizo que el papa alemán, que siempre la mostró admiración, la nombrara doctora de la Iglesia. Pero es que no es para menos. Acercarse a la obra de Hildegarda es toparnos con una amplitud de temas que nos apabullan, pues podemos encontrarnos a la mujer que estudia filosofía o teología, que escribe de ciencias naturales o de medicina, a la compositora de música o a la mística. Poeta, dramaturga, visionaria, en sus escritos bebemos de todo el saber medieval, que ella profundizó y  enriqueció. Algunas de sus obras, como Scivias han sido traducidas al castellano y nos permiten asomarnos al complejo universo de su pensamiento.

Pero Hildegarda me atrae también porque supo ser una mujer libre, capaz de afrontar retos y luchar por lo que creía justo, sin dudar en enfrentarse a quienes detentaban el poder. Y esto es siempre actual. Cuando nuestra sociedad nos empuja a ser como borregos, conducidos al dictado del pensamiento imperante; cuando se anula el pensamiento crítico, en aras de la obediencia sin fisuras al gran jefe, sea éste el que sea; cuando decir la verdad es sospechoso, figuras como Hildegarda nos recuerdan que el ser humano se construye desde la libertad interior más profunda, que nos capacita para la libertad exterior, sin importar lo que la masa acepta acríticamente, pasando los acontecimientos y las personas por el tamiz de nuestra razón. Hildegarda fue libre, entre otras cosas, porque su insaciable curiosidad intelectual la conducía a la lectura, a la reflexión, a la asunción crítica del rico acervo cultural recibido. Sin una cultura fuerte, sin amplias lecturas, sin momentos de reflexión, seremos esclavos de quien, falto de escrúpulos, trate de imponernos su modo de entender el mundo o someternos al dictado de sus ambiciones políticas. Hoy, como siempre, hacen falta hombres y mujeres como Hildegarda

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