El pasado martes 17 de septiembre estallaron en Líbano más de 1000 dispositivos utilizados por el grupo militante Hezbolá, presuntamente por una operación del servicio militar israelí. Muchos ya califican como una «estrategia brillante» llevada a cabo por la inteligencia del país. Este ataque ha dejado un saldo de 12 muertos, más de 3.000 heridos y cientos de personas en estado crítico.
Un día después, Israel volvió a atacar al mismo grupo, causando la muerte de al menos otras 14 personas. Según las primeras informaciones, también se habrían contabilizado más de 450 heridos y, de la misma forma, habrían utilizado el mismo método de captación de señal de ciertos dispositivos electrónicos.
Muchos de nosotros hemos recibido imágenes del suceso, con mensajes citados en términos de «increíble», «brillante» o «grandes estrategas», calificativos que reflejan más un asombro positivo que una mirada crítica, reflexiva o, al menos, cautelosa.
Y es que, en el mejor de los casos, miles de personas han quedado heridas, centenares han terminado mutiladas, varias decenas han muerto, y los supervivientes no experimentarán una epifanía en términos de rendición tras haber sido atacados de esa manera tan cruda y salvaje.
Independientemente de que los resultados puedan ser positivos para algunos o negativos para otros, de vez en cuando hay que recalcar que ciertos temas no deben ser tratados desde una mirada ligera o simpática, sino desde un punto de vista objetivo, crítico, severo, responsable y respetuoso.
De la misma forma, aunque uno pueda estar a favor de un bando, no es una buena noticia para la población que un ataque en esos términos se lleve a cabo. No hay mucho que celebrar en el hackeo masivo de miles de dispositivos móviles, similares a los que todos llevamos en las manos o en el bolsillo.
Aunque este suceso no nos afecte directamente, y es cierto que hablar de ello no nos convierte en cómplices, tampoco parece un motivo de celebración en dimensiones más bajas de nuestra realidad. Más bien, deberíamos reflexionar sobre cómo, en conversaciones informales, nos convertimos en «agentes de inteligencia» de barra de bar, usando los mismos adjetivos que utilizamos para celebrar nuestra victoria en la pasada Eurocopa, para describir un resultado que ha dejado sangre, miles de heridos y centenares de mutilados, más aún en zonas vulnerables y sensibles.
Occidente se percibe a menudo como el adalid de la moralidad, y en muchos aspectos comparto esa visión. La moral, como he escuchado y compartido en muchas ocasiones, no es relativa. Esto me lleva a no dudar de que hay pueblos que tratan a las mujeres o a los homosexuales como ciudadanos de segunda clase, y que no hay justificación en nombre de su cultura. Sin embargo, también debemos ser objetivos y cuidadosos al hablar de nuestra posición, incluso de manera informal, cuando discutimos temas tan delicados.
De la misma forma que no creo que en España tengamos la autoridad, la firmeza, la honestidad o la responsabilidad para juzgar o justificar una causa u otra, tampoco soy quién para valorar la respuesta a un conflicto que lleva años desarrollándose. Por eso, me resulta difícil hablar de manera tan relativa e informal sobre sucesos tan complejos.
Esos likes a videos donde se ve volar a miembros de un grupo considerado terrorista, probablemente dicen más de ti, que del propio integrante de la organización.