“El poder corrompe y el poder absoluto corrompe absolutamente”
Nunca me ha gustado esa frase. Tengo que admitir que ni siquiera sabía quién la había pronunciado hasta que no lo busqué en “Wikipedia”, la enciclopedia de los vagos, entre los que me incluyo. Según parece, la dijo un tal Lord Acton, a quien no tengo el gusto de conocer, salvo por esa cita tan manida. Siendo juez como soy, es comprensible que no me agrade, porque mi profesión comporta el ejercicio de un enorme poder: con una firma mía mando a alguien a la cárcel o lo echo de su casa, sin ir más lejos. No me imagino, no quiero hacerlo, como un zombi que esconde bajo la toga carne corrupta devorada por los gusanos. En realidad, cada vez que me veo en la tesitura de tomar una decisión tan grave siento un malestar sordo, como un zumbido en los oídos. ¿Por qué?
Bueno, querido lector, tal vez pienses que esa incomodidad se debe a que soy un hombre compasivo y no me gusta hacerle daño a nadie, ni aunque sea en estricta aplicación de la ley. Entonces, punto y final, terminó el artículo. Pero hay algo más, esa respuesta es muy simplona, no me satisface, necesito sumergirme en una profunda introspección para saber qué subyace en el fondo de mi alma. Hurgando en los rincones de la psique descubro el temor a equivocarme. Me acuerdo de aquellos exámenes de matemáticas a los que, de adolescente, me sometían mis severísimos profesores. Era un reto, mi inteligencia estaba a prueba. Pues bien, exactamente eso es lo mismo que me sucede cada vez que he de dictar sentencia o cualquier otra resolución: supone un ejercicio intelectual, casi una actividad científica. Reconozco que en cierto modo también me causa placer, pero es el placer del saber, no del poder. Intento abordar en el juzgado cada caso con absoluta asepsia, con neutralidad, sin dejarme contaminar por las emociones, no digamos ya por la ideología política. Otra cosa es que lo consiga, claro está. Por lo menos lo intento con todas mis fuerzas, pese a que siempre permanezca esa duda tan desasosegante, la de haberme dejado influir, aun inconscientemente, por mis prejuicios.
¿Y si el juez entendiese que su profesión no es científica sino ideológica? Su poder sería cual el de un tirano, que subyuga a sus semejantes a su voluntad. No actuaría en acatamiento de la ley, sino de sus creencias personales. Da miedo pensarlo. Desde esta perspectiva se entienden conceptos como la “erótica del poder” que, predicada de un juez, no sería sino una perversión togada.
¿Y de un fiscal? Lo mismo, ya que el Ministerio Público está tan sometido a la legalidad como el tribunal. Por eso, me llenan de estupor las noticias de prensa que atribuyen al Fiscal General del Estado, Álvaro García Ortiz, delitos tan infames como la filtración de secretos; o bromas tan poco graciosas como la del gusto por el cianuro en las notas de prensa. Defendamos el honor de don Álvaro y creamos que todo son invenciones, que jamás hizo nada ese jaez. Ojalá la justicia termine limpiando su nombre. Porque, en otro caso, sería incapaz de mirarlo a la cara, me daría tanto asco como un cadáver putrefacto.