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10 Oct 2024
10 Oct 2024
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Justicia deslenguada

Pues bien, quiero proclamar, sin la más mínima concesión a la corrección política o a las tentaciones pseudocientíficas golemanianas, que la justicia tiene que impartirse con la cabeza muy fría, buscando la máxima asepsia y neutralidad

«¿Por qué los jueces son tan hijos de puta?«

Querido lector, he dudado mucho sobre si debía trascribir en sus términos literales las palabras que hace unos años me dirigió una desconocida sin venir a cuento. En una época en que la desfachatez se apoderado del discurso público y los insultos se prodigan por doquier es nuestro deber cuidar al máximo la expresión, huir de la grosería generalizada. Por eso, no me parecía bien reproducir semejante exabrupto, ni siquiera a título de mero testigo que se limita a dar fiel cuenta de lo que ha oído. Y es que, al hacernos eco de la voz de los desvergonzados, aun de manera involuntaria, contribuimos a dar pábulo a las más bajas inclinaciones. Con todo, he terminado optando por escribir, sin quitar ni añadir una tilde, la ofensa de la que fue destinatario, pues estoy convencido de que el respeto a la verdad, por desagradable que sea, se impone sobre cualquier otra consideración. Máxime cuando uno tiene por profesión la de juez.

Para una mejor inteligencia del sucedido, esbozaré en unas breves pinceladas el contexto. Aprovechando el sol de una luminosa mañana cordobesa, había invitado yo a mi madre a tomar un refresco en una cafetería. Sentados en la terraza, no se le ocurre otra cosa que decirle llena de orgullo a la señora de la mesa de enfrente: “mi niño es juez”. Aunque peinaba canas desde hace lustros, para ella siempre seré un crío. Fue entonces cuando aquella persona reaccionó de tan imprevista guisa. Con toda la paciencia del mundo, intenté explicarle a nuestra interlocutora que en todas las profesiones hay de ovejas negras pero que, en su inmensa mayoría, los magistrados españoles son de una integridad intachable. De nada sirvió, tanto que porfiaba en su infame improperio que, por cierto, no solo era vejatorio para mí mismo, sino para mi progenitora, la cual aguantó con estoica paciencia el desafortunado lance.

Lo interesante es que la susodicha se dignó a motivar las razones de su condena con un argumento que rezaba más o menos: “¿Por qué sueltan a los culpables cuando está claro que son culpables?” Ciertamente, no estaba dotada del don de la elocuencia, pero se entendía por donde iba, de modo que le repuse: “Señora, ningún profesional es infalible. Sin ir más lejos, los médicos a veces se equivocan en su diagnóstico, pero eso no por ello les vamos a faltar el respeto”. Era predicar en el desierto, no me hacía ni caso, seguía en sus trece, por lo que la dejé desgañitarse a gusto, como quien oye llover.

Querido lector, ¿cómo habría reaccionado Vd.? A mí me entraron ganas de replicarle a la individua: “si mañana nos vemos en mi juzgado, vaya con cuidado, porque menuda pinta de culpable que tiene” Obviamente, me contuve, no solo por educación, sino por una razón más profunda: Tras un cuarto de siglo ejerciendo como juez ha aprendido que mis decisiones, al menos las que conciernen al trabajo, han de basarse en criterios objetivos, dejando a un lado la emoción. Es más, le adeudo a mi madre (y a mi padre) la firme convicción que la serenidad de juicio es la mejor guía en el laberinto de la vida, enseñanzas estas que, acaso no por casualidad, casan tan bien en el escenario donde se desarrolla la anécdota, Córdoba, patria chica del filósofo estoico Séneca. Ahora está de moda alabar la “inteligencia emocional”, promover el lado sensible de nuestra personalidad, dejarnos llevar por nuestras inclinaciones subjetivas. Como dirían los clásicos, sine ira et sine studio, sin odio ni amor, aunque nos insulten.

Pues bien, quiero proclamar, sin la más mínima concesión a la corrección política o a las tentaciones pseudocientíficas golemanianas, que la justicia tiene que impartirse con la cabeza muy fría, buscando la máxima asepsia y neutralidad. A no ser, obviamente, que prefiramos ser juzgados por una ciudadana tan deslenguada como la protagonista de nuestra historia que, al margen de cualquier otra cosa, ha de admitirse que hablaba desde el corazón. 

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