El sábado 7 de diciembre pasará, sin duda, a los anales de la historia francesa y, por ende, de la europea, como el día en el que Notre-Dame de París, una de las más bellas catedrales góticas, símbolo de la ciudad de la luz y de la cultura occidental, resurgía, tras cinco años de intensa labor, de sus cenizas. La devastación producida por el terrible incendio del 15 de abril de 2019, que destruyó las cubiertas, hundió bóvedas y derrumbó la flecha de Viollet-le-Duc, quedaba atrás, y las imágenes que pudimos contemplar a través de los diversos medios nos mostraban un edificio revestido de su esplendor original, en el que la luminosidad del arte gótico resplandecía como en aquellos siglos bajomedievales, uno de los momentos más esplendorosos de la civilización occidental.
La ceremonia de inauguración, así como la que se celebró al día siguiente, la misa de consagración, resultaron magníficas. La puesta en escena tan exquisitamente cuidada, a partir de la apertura de la puerta por el arzobispo de París, Laurent Ulrich, quien la golpeó con su báculo mientras exclamaba “¡Notre-Dame, abre tus puertas!”, fue impresionante. El presidente francés, Emmanuel Macron, quien evocó el significado histórico del templo para Francia, hizo todo un alarde de orgullo nacional, tratando de mostrar al mundo que la grandeur francesa no era cosa del pasado; unas frases que en un país tan acomplejado ante su historia como el nuestro resultarían inimaginables: “Hemos descubierto lo que las grandes naciones pueden hacer, realizar lo imposible”, evocando la catedral como la metáfora de lo que es una nación y de lo que debería ser el mundo, y destacando la fraternidad de un pueblo dispuesto a hacer grandes cosas. Unas palabras que mostraban orgullo por el pasado nacional francés, asumiendo lo mejor del mismo, sin absurdos e inútiles sentimientos de culpa, recordando la magnitud de la obra de reconstrucción realizada, la apuesta por continuar las grandes gestas del pasado, de “continuer la légende des siècles”. La vieja Francia que dio a luz, en tiempos de Luis VII y del obispo Maurice de Sully, a la espléndida iglesia en la que siglos más tarde fue coronado Napoleón, hallaba su continuación en el presente, en la Francia republicana que no reniega ni se avergüenza de su pasado y que quiere seguir siendo una potencia en el futuro. Un discurso que, más allá de la complicada situación política actual que vive el país, refleja una visión que apuesta por trabajar por la grandeza de la Quinta República.
La apertura convocó a líderes de todo el mundo, desde el electo Trump a Zelensky, pasando por el príncipe de Gales, el presidente alemán e incluso Elon Musk. Sin embargo, el público español pronto notó una ausencia, la del rey Felipe VI, y la de cualquier representante de nuestro país. Poco a poco, pero de un modo poco claro y contradictorio, hemos ido conociendo datos, sin que sepamos realmente lo que pasó. Es evidente que, más allá de las acusaciones mutuas dentro del Gobierno entre diferentes ministerios y del intento, una vez más, de culpar a Zarzuela de lo que debe gestionar Moncloa, se ha producido un clamoroso fracaso de nuestra política exterior. Porque en el fondo, la asistencia a la inauguración de la catedral parisina, iba de eso, de la importancia geopolítica de una nación, de su peso en la política internacional. La mezquindad de un Gobierno preocupado tan sólo de su propia supervivencia, el sectarismo ignorante de un ministro de Cultura que prefirió ir al circo antes de acompañar al rey a París, nos hablan de nuestra insignificancia en el concierto de las naciones, más allá de la retórica vacua de nuestros mediocres políticos. España debió estar presente, y estarlo al más alto rango que, pese a quien pese, sigue ostentándolo el monarca, descendiente –sí, en este caso también, más allá de lo que digan fatuos ignorantes de la historia, por mucha ¿divulgación? que pretendan hacer en algunos medios- de san Luis, el rey que llevó a la ciudad del Sena la reliquia de la corona de espinas de Cristo que, tras ser venerada durante siglos en ese joyel único de vidrio que es la Sainte-Chapelle, se custodia hoy en Notre-Dame. Un templo ligado a la Casa de Borbón, desde tiempos de Enrique IV, donde Luis XIII pronunció el voto de consagración de Francia a la Virgen María, donde Luis XIV celebró sus victorias. Quizá si valoráramos, como hizo Macron en su discurso, más nuestra historia, comprenderíamos el poder simbólico de la presencia del rey de España en la ceremonia.
Es uno de nuestros grandes retos como nación. Enredados en la mezquina política que nos asfixia, llena de mediocres personajes, de fatuos insignificantes engolados, de gañanes dignos de protagonizar cualquier película de Torrente, nos olvidamos de afrontar los inmensos desafíos que tenemos y que marcarán nuestro destino. Enfangados por una corrupción que en otros lares habría arrastrado gobiernos, pero que aquí se justifica con la devoción cuasi religiosa al líder del partido en una deriva suicida como ciudadanos libres que afecta a todo el arco ideológico, no somos capaces de encarar unidos, fraternalmente como señalaba Macron, la construcción de un futuro común. Nuestro recuerdo del pasado se ha convertido en una selección ideologizada de aquellos momentos que nos enfrentan, en lugar de descubrir una herencia en la que, como en cualquier realidad humana se entrelazan luces y sombras, pero de la que podemos, en muchos casos, estar plenamente orgullosos.
Me pregunto –retóricamente, claro- si en el caso de que el incendio de Notre-Dame se hubiera producido en España, el país habría sido capaz de reaccionar como los franceses. Pero después miro a Valencia, y, lleno de tristeza, hallo la respuesta.