España se ha convertido en una casa de los imposibles, un experimento político donde los extremos conviven por necesidad, no por convicción, mientras el país se ahoga en un desgobierno que lleva ya años enquistado. En el centro de este circo de intereses cruzados, el nacionalismo juega el papel del cáncer que corroe el sistema: une a los irreconciliables e impone su identidad sobre el interés general. ¿Cómo puede un país avanzar cuando quienes lo dirigen no comparten ni un mínimo denominador común?
El último episodio de este drama tiene como protagonista a la reforma fiscal, convertida en un circo parlamentario. El Gobierno, obligado por Bruselas a transponer la directiva del impuesto mínimo del 15% a las multinacionales, decidió que era una buena idea cargar en ese mismo proyecto su paquete fiscal, un Frankenstein legislativo que intenta contentar a todos y fracasa estrepitosamente. Junts quiere suprimir el impuesto a las energéticas y el PNV, con la misma lógica nacionalista disfrazada de pragmatismo, exige que el impuesto a la banca sea temporal y controlado por las haciendas forales vascas. Al otro lado, la izquierda exige perpetuar esos tributos y cargar contra los ricos, los bancos y las empresas, como si el castigo fiscal fuera el antídoto mágico para la desigualdad.
El resultado es una jaula de grillos donde cada facción tira de la cuerda en direcciones opuestas. La ministra de Hacienda, María Jesús Montero, intenta tejer acuerdos imposibles, pactando hoy con unos para enfadar mañana a otros. El despropósito es evidente: no se gobierna con remiendos ni se construyen países desde el chantaje constante. España no tiene un proyecto común, sino un mercado persa donde los votos se venden al mejor postor, dejando al país como rehén de quienes solo buscan defender su parcela, aunque eso implique dinamitar cualquier posibilidad de progreso.
Nacionalismo: el cáncer que une a los extremos
El nacionalismo, en todas sus formas, es la raíz del problema. Es una ideología que apela a la identidad por encima de la razón, capaz de alinear a extremos ideológicos que, en cualquier otro contexto, se repelerían como imanes invertidos. ¿Qué tienen en común el PNV y Bildu? ¿O ERC y Junts? Nada, salvo la bandera que ondean. Pero esa bandera pesa tanto que consigue que sus diferencias irreconciliables en política económica, social y fiscal se disuelvan como azucarillos en el café cuando se trata de reclamar más poder para su territorio.
El PNV, que históricamente se presenta como un partido “de gestión”, no tiene reparos en coincidir con Bildu cuando el objetivo es reforzar su influencia sobre Euskadi. Lo mismo ocurre en Cataluña, donde la pugna por el poder entre ERC y Junts pasa a un segundo plano si pueden usar su peso en el Congreso para obtener más recursos o exenciones. En este contexto, no hay proyecto común para España, solo el interés de quienes entienden la política como un botín a repartir.
El peligro de este modelo es evidente: una parte del país no puede controlar al resto. Ni los extremos territoriales deben dictar las reglas al conjunto, ni la solución pasa por recentralizarlo todo. Pero sí es imprescindible un equilibrio que respete tanto la diversidad como la igualdad de condiciones para todos los ciudadanos, vivan donde vivan.
Un desgobierno sin rumbo
Desde 2018, España está atrapada en un bucle de inestabilidad política. Seis años de gobiernos que no gobiernan, de reformas que no se aprueban o que se deshacen antes de que el BOE las publique. Es el precio de pactar con la nariz tapada y pedir prestado las mayorías, donde cada voto tiene un coste que los contribuyentes acaban pagando. En el caso de la reforma fiscal, ese coste no es solo el retraso en cumplir con las exigencias de Bruselas, sino también la parálisis que impide avanzar en medidas que el país necesita desesperadamente.
El problema no es solo que los socios de investidura no se pongan de acuerdo, sino que el propio Gobierno carece de un plan coherente. ¿Qué mensaje envías cuando pactas con Junts la supresión del impuesto a las energéticas y con Sumar su perpetuación? ¿Cómo esperas atraer inversiones estratégicas si los tributos a banca y energéticas se convierten en armas arrojadizas que cambian con cada negociación? En lugar de certidumbre, España ofrece un caos legislativo que espanta a empresas e inversores.
El espejismo del consenso
Nos hemos acostumbrado a la idea de que el consenso es siempre deseable, pero lo que vemos en la política española no es consenso: es capitulación. Pactar con todos significa renunciar a tener un proyecto propio. El Gobierno, atrapado entre las exigencias de Bruselas, las demandas de sus socios y la presión de la oposición, se limita a sobrevivir. Pero gobernar no es sobrevivir, es tomar decisiones, incluso cuando son impopulares.
El problema es estructural. Un sistema que permite que un puñado de diputados decidan el destino de un país entero es una bomba de relojería. No hay estabilidad posible cuando el precio de mantener la legislatura en pie es ceder constantemente al chantaje de los nacionalistas y las facciones más extremas.
No se puede avanzar sin rumbo, sin un camino claro que seguir. Pero ese camino es imposible de trazar cuando el Gobierno se sostiene sobre un pacto de intereses irreconciliables, donde cada decisión es una negociación interminable. España necesita algo más que un parche o un pacto puntual: necesita un proyecto de país. Y ese proyecto solo será posible cuando la política deje de ser un juego de supervivencia. En la casa de los imposibles, nadie gobierna. Y España paga la factura.