Cantaba Carlos Gardel en el tango Volver que “veinte años no es nada”. Quizá. Pero cuarenta y nueve sí que dan mucho de sí. Toda una vida, en la que se pueden producir los cambios más insospechados, los giros de guión más inesperados, la reversión más radical de rumbo que nadie vio venir o que ni los más sagaces pudieron prever. Es la triste realidad de una España que ha pasado de anhelar y luchar por las libertades a una nación sometida cada vez más a la ambición desmedida de quien debería ser el principal servidor de los ciudadanos. La traición más bellaca a la esperanza que todo un pueblo empezó a soñar en un frío otoño de hace casi medio siglo.
Era un 27 de noviembre de 1975. Pronto hará cuarenta y nueve años, la antesala de ese número redondo, propicio a todo tipo de celebraciones que son los cincuenta. Apenas una semana después del fallecimiento de Francisco Franco, recién sepultados sus restos mortales en la basílica de la Santa Cruz del Valle de los Caídos, donde Carlos Arias Navarro decidió, y así se lo aconsejó al rey, que fuera enterrado –parece que Franco nunca dijo donde quería ser enterrado y nadie se atrevió a preguntarlo- junto a José Antonio Primo de Rivera. Cinco días tras la proclamación de Juan Carlos I como rey de España. En esa mañana otoñal, en la madrileña iglesia de San Jerónimo el Real, escenario secular de celebraciones de la monarquía desde que la Corte se instaló definitivamente en Madrid, tuvo lugar la celebración de la misa del Espíritu Santo con la que se pedía la protección e iluminación divina para la nueva etapa que acababa de comenzar. La Eucaristía la presidió el cardenal Tarancón, arzobispo de Madrid-Alcalá, donde había llegado por deseo expreso del papa Pablo VI, quien ya antes le había convertido en su hombre en España al nombrarle arzobispo primado de Toledo. Desde ese momento tenía la tarea de iniciar, ante la decadencia biológica del dictador y la agonía del régimen, la transición en el seno de una Iglesia profundamente dividida, tras el Concilio Vaticano II, entre los que se aferraban al pasado y quienes deseaban un cambio acorde a los aires renovadores conciliares. Tarancón, que ya había sufrido los ataques de los sectores más radicales del franquismo tras el asesinato, en 1973, a manos de ETA, del presidente del Gobierno, Luis Carrero Blanco –el famoso “Tarancón, al paredón”- pronunció la homilía, en la que mostraba la senda que había que recorrer para poder alcanzar la meta de la reconciliación y la libertad, en un país profundamente herido por las secuelas del conflicto civil de 1936-1939.
Fueron unas palabras que señalaban el nuevo rumbo que era preciso tomar, en una hora de excepcional importancia para la historia de España. El cardenal pedía al rey que lo fuera de todos los españoles, de todos los que deseaban convivir en el mutuo respeto y amor, un amor que debía extenderse a los que pensaran de forma distinta. Asimismo pedía que el monarca abriera caminos para que todos los ciudadanos pudieran participar de manera libre y activa en la vida del país, para lograr una sociedad justa en lo social y equilibrada en lo económico.
La homilía de Tarancón era un reflejo de los anhelos, deseos y esperanzas de la mayor parte de los españoles. Avanzar hacia la libertad, el progreso, la democracia. Cerrar las puertas del templo de Jano, que seguían aún abiertas en la retórica oficial, como se recordaba cada 18 de julio, y construir una nación reconciliada. Empezaba aquella época fascinante que, con sus muchas luces e innegables sombras, fue la Transición. El aire fresco de la libertad comenzaba a soplar, en medio de dificultades e incertidumbres, pero había un ansia de encontrarse con el otro, con el hermano compatriota que pensaba diferente. El regreso de los exiliados, la publicación de textos que sólo se habían podido leer en el extranjero, la eclosión de estudios e investigaciones sobre la Guerra Civil para conocer qué había ocurrido y lograr que no volviera a pasar. Recuerdo aún de niño cómo en casa leíamos la excepcional y aún no superada obra de Hugh Thomas sobre el conflicto, y cómo mi abuelo evocaba aquellos años de su propia niñez. No hubo ningún pacto de silencio, pues se hablaba de lo ocurrido, pero con ese afán de que el conocimiento histórico hiciera de maestro de vida, que nos enseñara lo que jamás habría que volver a repetir.
Desgraciadamente ese movimiento generoso, de perdón, de abrazar al que había sido enemigo, empezó a disiparse para traernos a la nefasta división actual. Como Zavalita, cabría preguntarse cuándo se jodió España. Tal vez la fecha sea aquel 22 de julio del año 2000 en el que José Luis Rodríguez Zapatero, por unos escasos votos, venció a José Bono y se impuso como secretario general del PSOE. Fue él quien abrió de nuevo aquellas puertas selladas y recuperó el relato guerracivilista. Sin ZP no habríamos llegado al Nº 1. De aquellos polvos en el comienzo del nuevo milenio vienen estos lodos, este fango que amenaza con engullirnos a todos.
Es preciso recuperar aquel espíritu que Tarancón reflejó en su homilía. Es necesario volver a tender puentes, a trabajar en común, con nuestras diferencias, en los grandes retos que tiene el país y que una legislatura inoperante es incapaz de afrontar y ni siquiera plantear, más allá de la inmediatez que pueda conseguir prolongar unos meses más la estancia monclovita de Su Persona. Como pedía el cardenal, necesitamos gobernantes que estén al servicio de la comunidad entera, que tengan la justicia como meta y como norma. Que sean auténticos servidores de la res publica, por encima de intereses personales y partidistas. Pero eso sólo será posible si los ciudadanos somos cada vez más exigentes con los que nos gobiernan, participando activamente y no sólo desde el lamento en la gestión de la vida nacional. Olvidando partidismos exclusivistas y clamando por aquella libertad sin ira que Jarcha convirtió en himno de la Transición, que nos permita vivir nuestra vida sin mentiras y en paz.