Montaje de: ElPlural.com
Hubo un tiempo en que los debates políticos en España solían tener cierto nivel y calidad. En el actual proceso de degradación democrática en el que estamos sumidos, cualquier cuestión baladí se convierte en objeto de confrontación sectaria y maniquea, obligando, so pena de ser considerado “equidistante” –una etiqueta que produce casi tanto horror como el manido “facha”-, a optar entre una de las dos posturas, por supuesto irreconciliables, como si se tratara de ganar la batalla definitiva.
Es lo que ha ocurrido estos últimos días a cuenta de los programas de Pablo Motos y David Broncano. Apostar por uno u otro ya no era cuestión de calidad artística, sino de posicionamiento ideológico, siendo muy fácil adivinar quién estaría a favor de uno u otro, dependiendo de las ideas políticas personales. Obviamente, con la gravedad de asuntos que deberían estar en el centro del debate público, esta falsa dicotomía, además de pueril, resulta absurda.
No he visto, ni tengo intención de ver, ninguno de los dos programas, pues hace tiempo que la televisión no está en el centro de mi ocio. Por ello me pregunto dónde me sitúan –a mí y a tanta gente como yo- en esta confrontación dialéctica, que tiene más de “contra alguien” que “a favor de”. Quizá sea, una vez más, en esa Tercera España que se niega a dejarse arrastrar por unos extremos cada vez más irreconciliables. Es cierto, y aquí ya me arrojarán los broncanófilos al pozo de la fachosfera, que, a priori, no me parece correcto que una televisión partidista, perdón, pública, trate de competir con una privada por el capricho de una persona, gastando el dinero del contribuyente, es decir, mi dinero, en algo que debería estar fuera de su misión, que es el servicio público. Pero más allá de mi opinión sobre cómo desearía que se gestionaran –obviamente mejor- mis impuestos, lo que hagan los susodichos personajes en sus programas respectivos, como dicen en Portugal, “me importa um figo seco”. Creo que, una vez más, nos dejamos envolver por la tinta del calamar que nos aleja de hablar de quienes deberíamos hacerlo continuamente, desde la catedrática sin carrera hasta antiguos y actuales diputados pendientes de dar muchas explicaciones.
Sin embargo, el aparente superficial combate dialéctico es muy esclarecedor de la actual situación política en España, con una creciente polarización, alentada de modo suicida desde el propio presidente del Gobierno, con su opción por la creación de muros. Hemos olvidado la gran lección de la Transición, que con sus luces y sombras, que de todo hubo, ayudó a quienes se habían enfrentado en una de nuestras mayores catástrofes como nación, a cerrar heridas. Sin ser perfecta, supuso una apuesta por construir un futuro común, que superara el enfrentamiento fratricida. A pesar de lo que se afirma, no fueron tiempos de olvido, todo lo contrario, en esos años se pudo leer mucho de lo que se había escrito fuera de España sobre la guerra civil, comenzando por la aún magistral obra de Hugh Thomas. Se empezó también, sin arrojárselos a los otros, a recuperar asesinados en fosas. Dos Españas trataron de abrazarse, recuperar, desde las diferencias, lo esencial. Un proyecto del que debemos estar orgullosos y reivindicar como camino válido para construir una nación de personas libres e iguales.
Pero, como Zabalita, cabe preguntarse en qué momento se jodió el Perú. Cuándo, abandonando el camino trazado, aún siendo conscientes de sus fallos y errores, se volvió a la senda de la confrontación, del guerracivilismo, de lanzar unos muertos contra otros y a abrir la caja de Pandora de la que salió lo peor de nuestro pasado. Muchos, por activa o por pasiva, fueron los responsables, aunque sin duda hay que personificarlo en una de las figuras más nefastas –y al día de hoy estamos viendo su catadura moral en la cuestión venezolana- de nuestro inmediato presente. José Luis Rodríguez Zapatero tendrá la responsabilidad histórica de abrir la herida ya curada y suturada. Lo que ha venido a continuación no hubiera sido posible sin su actuación, ahondándose, por ambición de poder, estulticia y soberbia, bajo su actual sucesor, sin que podamos olvidar la responsabilidad, por negligencia, de la mediocre presidencia de Rajoy. Tal vez con otros políticos, de mayor altura de miras, con verdadero afán de servir a la res publica, podría haberse evitado el resurgir de unas divisiones, de unos antagonismos, e incluso de auténticos odios, que sin duda estaban presentes en grupos minoritarios, pero que por esa misma insignificancia eran impotentes de imponerlo en la agenda política.
Hoy nos encontramos de nuevo en esa destructora espiral. Basta asomarse a las redes sociales o escuchar cualquier conversación teñida de política, para comprobar el grado de penetración de la semilla del odio. Hemos vuelto a la dicotomía amigo/enemigo, al estar conmigo o contra mí. Estamos, afortunadamente, aún muy lejos de la brutalización de la política de los años treinta, de aquella violencia que acabó arrastrando a nuestro país al drama de la guerra civil. Pero es preciso parar esta suicida tendencia. Es necesario volver a descubrir en el que piensa distinto a un conciudadano, a una persona que tiene ideas diferentes y que, a pesar de que yo pueda disentir de ellas, no me hacen olvidar que lo importante es la persona y no su ideología.
Por ello reivindico, una vez más, el derecho a ser la Tercera España, que no tiene, ni quiere, ni desea optar entre Broncano y Motos.