“Le quedan tres meses de vida”
¿Sentencia de muerte? Pues sí, pero no dictada por un tribunal humano, sino por la cruel naturaleza, que condena a todas las criaturas vivientes sin excepción. Muchos pacientes terminales escuchan de sus doctores palabras parecidas, ya sea devorados por el cáncer o por cualquier otra implacable enfermedad. ¡Qué insignificantes se nos antojan los mezquinos problemas cotidianos cuando recordamos la fatalidad de nuestro destino!
Reyes y mendigos, todos terminarán dando con sus huesos en la tumba. He aquí un tópico medieval que en nuestra época tenemos muy olvidado. Decíamos reyes, mendigos… pero, ¿y jueces? Da la impresión de que algunos magistrados que han vendido su toga al poder político se creyesen inmortales. Siempre me ha intrigado por qué algunos jueces cargados de trienios, sin necesidad de hacerle la pelota a nadie, se dejan encasillar como rojos o azules al ser agraciados con un cargo en el Consejo General del Poder Judicial. Obviamente ellos no son culpables de cómo los etiquete la prensa. Pero sí de acatar las consignas de sus respectivos padrinos políticos, travistiendo el máximo órgano de gobierno de la judicatura en un mini parlamento, teatrillo de guiñoles togados. Pavoneándose por las altas esferas, iluminados por los focos mediáticos, codeándose con los mandamases, se sienten invulnerables. Pero, hete aquí que un día de estos, de buenas a primeras, un médico, tras haber examinado con ceño preocupado unas radiografías, les notifica el más inapelable de los veredictos. ¿Qué legado dejarán a la posteridad? Una miserable nota de prensa que reseñe su mandato como “progresista” o “conservador”, sin más.
Cuán diferente habría sido si se hubiesen atrevido a rebelarse, a anteponer la dignidad de su sagrada función judicial a las blandas lisonjas. Y es que accedieron a la carrera con su esfuerzo, su futuro profesional está asegurado, no le deben nada a nadie. Inexplicable la conducta de quienes, siendo amos por sus méritos, se comportan como esclavos por sus prebendas.
No todos se dejan arrastrar por la corriente, algunos héroes remontan la escarpada pendiente de la mediocridad. Grata sorpresa fue el discurso de la Excelentísima señora doña Isabel Perelló, presidenta del Tribunal Supremo, ante su majestad el Rey, en el acto de entrega de despachos de la nueva promoción de jueces. Unas pocas palabras bastaron para desmontar la sarta de embustes con la que algunos intoxicadores mercenarios porfían en ensuciar el buen nombre de nuestros magistrados, motejándolos de señoritos endógamos. Enhorabuena por su coraje. Ojalá no quede en un gesto, sino que inaugure una nueva etapa que deje atrás los vicios de un impúdico pasado. Lo sabremos a ciencia cierta si, cuando por fin se completen las decenas de nombramientos de altos cargos judiciales pendientes, el Consejo atiende solo al mérito y la capacidad, haciendo oídos sordos a los requiebros de los capataces del cortijo político. Mientras tanto, elevaremos una plegaria por aquellos a quienes tragará la tierra amortajados con una toga manchada por el polvo del camino.