A pesar de que los datos históricos apuntan a lo contrario, todavía sigue pesando en el imaginario colectivo la idea, nacida entre los humanistas italianos renacentistas, de que la Edad Media es un periodo oscuro y atrasado. Basta ver cualquier película ambientada en esos siglos y contemplamos paisajes grises, lluvia que embarra todo, suciedad. Un mito muy arraigado –y totalmente falso como demuestran recientes trabajos históricos- es que la gente no se lavaba. Tiempos de fanatismo, de miedos y sufrimientos. En fin, una verdadera pena de época. “Volver a la Edad Media” se ha convertido en sinónimo de retroceso social, cultural o legislativo.
Ya nos debería hacer dudar de esta visión el hecho de que, según la periodización más usual, artificial como todas las que hacemos en Historia, nos encontramos ante un arco temporal de mil años. Y un milenio da mucho de sí. No voy a entrar en la complejidad de aquellos siglos pero una etapa que nos ha legado el arte románico, las catedrales góticas, la filosofía escolástica, así como avances científicos y técnicos, que supo conservar el legado clásico –entre otras cosas, sabían que la tierra era redonda, como aparece en un manuscrito del siglo XIII de la Biblioteca Capitular de la Catedral de Toledo-, enriqueciéndolo, no puede denominarse atrasada u oscura. Que hubo guerras y conflictos, claro, pero los siglos XIX, XX y XXI no es que destaquen precisamente por su pacifismo.
Esta idea, repito que superada desde los estudios históricos, aunque no desde el cine y cierta literatura, copia mala de esa maravillosa obra de Umberto Eco que es El nombre de la rosa, alcanza su máxima expresión cuando hablamos de los godos. Quizá por el hecho de que fueron los visigodos de Alarico quienes después de muchos siglos inaccesibles lograron superar en el 410 los muros de Roma y saquearon la Urbe, los humanistas del primer Renacimiento los convirtieron en paradigma de barbarie y atraso, de modo que calificaron de gótico, sinónimo de horrible, al maravilloso, extraordinario y arquitectónicamente complejo arte ojival, pero que se alejaba del equilibrio que ellos creían ver en el arte clásico -si hubieran sabido cómo era en realidad la decoración de los templos y esculturas romanas, totalmente policromadas, les habría dado un patarrengue-. Tampoco ayudó mucho el mito de un Al-Andalus refinado, culto, avanzado, que todavía, más allá de la realidad histórica concreta, sigue presente en nuestro imaginario colectivo, especialmente entre la paleoizquierda patria.
Y, sin embargo, la época visigoda, según van revelando los últimos estudios arqueológicos, dista mucho de esa barbarie y atraso. Los visigodos vinieron cargados de una influencia romana derivada de siglos de convivencia. Cristianizados, dentro del arrianismo, por Wulfila, asumieron, tras su expulsión de las Galias por los francos, la tradición hispanorromana y, con influencias bizantinas trataron de construir una monarquía continuadora de los modelos clásicos del Bajo Imperio. Es fascinante comprobar la semejanza de las construcciones de la Vega Baja de Toledo, donde se asentaba el poder político asociado al prestigio religioso de la mártir local, Leocadia, con el plano urbano de Constantinopla. Leovigildo trató de emular la corte de Oriente y la conversión de su hijo Recaredo al catolicismo, en el III Concilio de Toledo, permitió la plena fusión de los dos pueblos, convirtiéndose en uno de los mitos fundantes de una de las corrientes del nacionalismo español decimonónico, la que, plasmada por Menéndez Pelayo, unía inseparablemente catolicismo y nación española.
La cultura visigoda, manifestada, entre otros, en la obra de san Isidoro, san Ildefonso o san Eugenio, este último obispo poeta al igual que el rey Sisebuto, alcanzó una de las mayores cotas del occidente europeo de su época; mientras la ruralización crecía en Europa, en el reino godo de Toledo se fundaban ciudades como Recópolis, expresión del poder regio. La arquitectura, como nos muestran yacimientos como Los Hitos o Guarrazar, o la iglesia de Melque, logró un interesante desarrollo. Podríamos enumerar algunos datos más, pero no es mi objetivo. Obviamente no era un paraíso terrenal, y los enfrentamientos por el poder, el cruel derrocamiento de los reyes o los conflictos que abrieron la entrada a los musulmanes, son prueba de ello. Pero el balance no es tan negativo como se nos hace creer. Quizá porque admitir que cuando las tropas califales cruzaron el estrecho de Gibraltar no se encontraron con una sociedad atrasada rompe el discurso políticamente correcto acerca de la España musulmana.
Entre las muchas cosas que me fascinan de los visigodos está su teoría política acerca del uso del poder. Éste está sometido a unas reglas morales y éticas, que buscaban el servicio a la res publica, evitando la tiranía, como expresaba la frase de san Isidoro: Rex eris si recte facies, si non facias non eris (serás rey si obras rectamente, si no obras así, no lo serás). Es verdad que este principio servía para deponer reyes, a veces de modo brutal, pero era una rotunda afirmación de la obligación de actuar correctamente por parte de quien detenta el poder. Será, más elaborada, la misma teoría del tiranicidio que expresó en nuestro Siglo de Oro Juan de Mariana, aunque Mariana negaba que pudiera ser aplicada al rey. Por tanto, los visigodos supieron crear un marco teórico acerca del ejercicio del poder que creo resulta bastante elaborado, en el que se buscaba, en la mejor tradición romana, que aquel sirviera al bien común, algo que en estos tiempos de deriva autoritaria, tanto a nivel internacional como dentro de nuestra vieja España, amenazada por una concentración de todos los poderes en una sola persona, conviene recordar con frecuencia.
¡Ah! y disculpen si hablo con pasión del Regnum gothorum de Toledo, pero es que me declaro totalmente frikigodo. Rarezas que tiene uno.