San Casto, según el martirologio romano, fue un obispo y mártir del siglo III, asesinado en Sinesse de Campania, en Italia. No es el único que lleva ese nombre en el santoral católico, pero ha querido la causalidad o el fatum que parece guiar al gobierno de Su Persona, que en la conmemoración de un santo de nombre tan particular y con tantas connotaciones, el ministro de Transformación Digital, José Luis Escrivá –sólo hubiera faltado que en lugar de Luis fuera María- anunció que para regular el acceso de los menores a contenidos pornográficos, se va a crear una aplicación que controlará el acceso a dichos contenidos. Más allá de que la pornografía sea un grave problema por su cada vez más temprano consumo por menores, da la sensación de que se quiere coger una vez más el rábano –sin segundas- por las hojas, buscando lo más fácil, que es la prohibición y el control, que paradójicamente afecta a los adultos, en lugar de afrontar cara a cara la cuestión, buscando el camino más lento, pero más efectivo, de la educación, que en primer lugar debería corresponder a los padres. La creatividad hispana ya ha comenzado a tomarse a chufla el pasaporte de marras, con el leve cambio de una de sus letras, que evidencia que no parece haya sido la medida estrella del ministerio del ramo.
Independientemente de que el asunto es mucho más complejo y con más aristas que lo que la intervención ministerial parece suponer, obviando que gran parte de los supuestamente protegidos por la medida tienen otras vías de acceso a los contenidos porno mucho más diversas y eficaces, lo realmente preocupante es este afán controlador de la vida de los ciudadanos por parte del Estado. Quizá sea exageración el afirmar que estamos en el orweliano 1984, pero no deja de ser inquietante que cada vez más aspectos de nuestra vida quieran ser ordenados por ese ente bondadoso, paternal, que se preocupa de nuestro bien mejor que nosotros mismos, el Papá-Estado, que sabe qué es lo que nos conviene. Parece que se desconocen los principios propios de la subsidiaridad, de los diferentes niveles de intervención y, sobre todo, de la madurez y libertad de los ciudadanos. Una mayor intervención que, por otro lado, va convirtiéndose en una malla asfixiante y paralizadora, una auténtica jungla normativa que termina por engullirnos.
Escrivá, como los antiguos moralistas, muy preocupado por la salud moral de los españoles, ha decidido poner límite a las veces en las que los ciudadanos acceden al consumo del porno. Si los venerables jesuitas de antaño discernían la moralidad de un acto dependiendo de mil y un elementos, escribiendo sesudos manuales de Moral, nuestro ministro, seguramente tras consultar a los cientos de asesores que pululan en los entornos gubernamentales, ha considerado que treinta veces es suficiente para deslizarse hacia la antiquísima costumbre de Onán. La cuestión es que, con un fin aparentemente loable, evitar el acceso temprano de los menores, se está limitando en las redes el acceso a unos contenidos concretos. La pregunta es si no se extenderá esa limitación en el futuro a otros accesos de mayor calado, si no se pretende, en el fondo, controlar que información llega y por qué medios a los ciudadanos. Y eso es lo verdaderamente preocupante, el control del Estado de las vidas de los ciudadanos, algo propio de regímenes dictatoriales. Hace unos años tuve que impartir unos cursos en Cuba y puedo decir que jamás he sentido en ningún otro lugar la sensación de angustia que viví allí, al tener la impresión subjetiva –que era una dolorosa realidad objetiva- de que todo lo que hacía o decía estaba siendo controlado, recordando, y experimentando en carne propia, esa estupenda película que es La vida de los otros.
Las escenas esperpénticas
En esta España valleinclanesca, llena de tipos y escenas esperpénticas, con personajes dignos de novelas picarescas –véase el pseudo obispo linarense y el cura coctelero en el sainete de Belorado-, a uno ya no le sorprenden estas salidas –no me malinterpreten- de patas de banco gubernamentales. Aunque no es menos cierto que, maliciado por las continuas experiencias, cabe preguntarse si todo este embrollo del pajaporte no será una nueva –la enésima- bomba de humo con la que el gobierno quiere tapar algún tema que le incomoda. Y no deja de sospechar que al hablar del porno regulado de Escrivá no se nos haya querido alejar de la que iba a ser, antes de su traslado al 19 de julio, después de un nuevo esperpento nacional, la gran noticia de la semana, que en cualquier otro país de nuestro entorno habría hecho caer gobiernos, pero en esta rara anomalía en la que nos estamos convirtiendo como nación democrática no supone más que una mera anécdota, no importando ni la gravedad del asunto ni la concesión de una serie de privilegios a una ciudadana normal, de los que no gozaron otras figuras que sí tenían relevancia política.
Onán fue castigado por Yahvé porque cada vez que tenía relaciones con su esposa Tamar, eyaculaba en tierra, haciendo la unión sexual infecunda. Quizá la preocupación onanista del ministro no sea más que la freudiana extrapolación del onanismo de la legislatura más progresista de la historia española, europea, mundial y hasta de una galaxia muy, muy lejana, incapaz de ningún tipo de fecundidad legislativa, más allá de esa gran masturbación, digna de haber sido pintada por Salvador Dalí, que ha sido la amnistía.