Con ocasión del 490 aniversario de la fundación de Lima, la capital del Perú (ayudo a los de la LOGSE y posteriores, que está la cosa como para jugar al Trivial Classic viendo el nivel de los programas de La 2 como El condensador de fluzo), se ha vuelto a ubicar en la céntrica Plaza de Armas limeña la icónica estatua que tantos conocen por su gemela de Trujillo (Cáceres, España, ya saben). Todo ello con la presencia de la presidenta de la Comunidad de Madrid, lo que es de coña. Porque Francisco Pizarro del mismo Chamberí juraría que no era. Pero tenemos un país así de raro en donde el Ministro de Cultura está más en descolonizar museos y en pensar en genocidios belgas aplicados a España, que acudir a actos de hermanamiento con la Hispanidad. Esa Hispanidad negada por los propios protagonistas, como uno de los que abogó hace veinte años para retirarla, el entonces alcalde de dicha localidad, Luis Castañeda, que hablaba de «etnocidio» contra los pueblos indígenas de Perú que, como todos saben, cuando llegó el extremeño estaban pacíficamente jugando a las tabas. O aniquilándose entre ellos, qué más da. Pizarro fue considerado «un símbolo lesivo para la peruanidad», sea lo que sea esto último. Porque el hecho de que tras la conquista (sí, a sangre y fuego, claro, como hizo todo Imperio y de la manera en que avanzó la civilización y el progreso en esa paradoja que es la Historia), acabara siendo la capital de uno de los territorios más ricos del planeta, el Virreinato del Perú, y una ciudad que tan sólo competía con la de México en toda América, desde Alaska a Tierra del Fuego, eso son cosas menores.
A veces los pueblos quieren hermanarse dejando atrás diferencias con aspectos que puede chocar a una de las partes. A los indigenistas e izquierdistas que creen que aquellas poblaciones indígenas vivían en arcadias protocomunistas, en paz y armonía con la naturaleza, les joripeta las estatuas de los fundadores reales de los países y naciones que ahora son. Lo mismo que a otros nos pega una patada en el hígado ver estatuas ecuestres, cuestren lo que cuestren (¡lo siento, no he podido evitarlo, pero la mano de Les Luthieres es firme como la de Mastripiero!), de sujetos como Bolívar, San Martín o Rizal, éste descabalgado. Las de don Simón, que fue vino malo y peleón como su nombre indica, para colmo no sólo se encuentra en la capital de España, sino en lugares tan profundamente españoles y americanos, como Cádiz y Sevilla. Que en total 14 monumentos tiene en España el que dictó aquella «Guerra a muerte», masacrando a enfermos, mujeres, saltándose cualquier derecho internacional y humanitario, y ciscándose tanto en el ius in bello como en el ius ad bellum. Un valiente hijo de mil rameras sifilíticas, cuyos actos se hicieron en 1814, no hace tanto, en comparación con la época de la tan fementida conquista española. Pero ahí están las estatuas. Como están las de las Guerras Carlistas o las de personajes de la Guerra (in)Civil española del 36. Pues todo es Historia. Todo. De hecho, siempre me pareció absurdo la retirada de las de Franco (¡chupito!), como absurdo fue la petición de los grupos políticos catalanes de retirar la de Blas de Lezo «porque bombardeó Barcelona» (sic).
La Historia suele contarnos cosas no siempre agradables. Con muchas matizaciones que no se reflejan en los bronces de las estatuas. Pero que nos lleva a reflexionar de dónde venimos y qué leches somos. Hay quienes siguen sin pillarlo. En España mismo. O en México, donde Hernán Cortés merece una estatua en pleno zócalo. Hasta que no la tenga, México no entenderá su razón de ser. Espero que con este gesto, Perú esté en el camino de hacerlo. De España… ¡mejor no hablar!