Una vez más, la política española nos insulta y subestima, queriendo convencernos de que lo que sentimos es lluvia cuando en realidad nos orina encima. Mientras la atención de muchos se centraba en el operativo llevado a cabo por los Mossos d’Esquadra —una operación que, según lo que me cuentan, parecía más un ejercicio de práctica en las instalaciones de la TIA—, a escasos metros de donde el prófugo Puigdemont se paseaba con aparente tranquilidad, se votaba al que sería el 133º presidente de Cataluña: Salvador Illa.
El diario El País se hacía eco de la noticia, describiendo a Illa como «el político que se hizo popular por la gestión de la pandemia». Es difícil no quedarse perplejo ante tal afirmación. Es cierto que Illa ganó notoriedad durante la pandemia, pero fue precisamente por su gestión desastrosa, negligente y, para muchos, criminal. Bajo su mandato, la gestión sanitaria fue caótica y estuvo marcada por decisiones erráticas y una falta de transparencia que dejó a España entre los países con mayor número de muertes por COVID-19 en Europa.
Es incomprensible cómo, tras semejante historial, Salvador Illa no solo ha evitado la responsabilidad política que merecía, sino que ha sido recompensado con el cargo más alto de la política catalana. Este es el mismo hombre cuya ineficaz gestión durante la crisis sanitaria dejó una estela de miles de familias rotas, de empresas hundidas y de un sistema sanitario colapsado, que todavía hoy sufre las secuelas de aquel desastre. Illa, quien debería haber respondido por su papel en una de las etapas más oscuras de la historia reciente de España, se encuentra ahora al mando de una de las comunidades autónomas más importantes del país. Es como si la tragedia y la incompetencia hubieran sido celebradas en lugar de condenadas, un reflejo de cómo los intereses partidistas y las maniobras políticas se anteponen al bienestar de los ciudadanos, y de cómo la ética y la responsabilidad parecen ser conceptos ajenos a quienes nos gobiernan.
Salvador Illa se hizo popular, sí, entre intermediarios y comisionistas.
Salvador Illa se hizo conocido, sí, pero no por méritos que deban ser celebrados. Su figura era familiar entre intermediarios y comisionistas, así como entre empresarios fantasma que aprovecharon la emergencia sanitaria para hacer su agosto. Además, gozó de gran aprecio por parte de los miembros de un comité de expertos que, como
sabemos ahora, no existía en la forma en que se nos hizo creer. Todo este «brillante» trabajo se coronó con su abrupta salida del Ministerio de Sanidad para centrarse en la política catalana, dejando tras de sí un legado de récords oscuros, incluyendo uno de los más altos números de fallecidos durante la pandemia en el mundo.
Y como si fuera poco, aún le quedó tiempo para escribir un libro. Un libro que, seguramente, no tendría reparos en presentar como un relato heroico de su gestión, en una evidente desconexión con la realidad que muchos ciudadanos vivieron y aún recuerdan con dolor. La historia de Salvador Illa es, en última instancia, la historia de cómo la política española ha llegado a un punto en el que el fracaso se disfraza de éxito, y la incompetencia se enmascara como liderazgo. Es un triste recordatorio de que, mientras no exijamos responsabilidad a nuestros líderes, seguiremos siendo testigos de cómo los menos aptos son recompensados con los puestos de mayor poder.