Hemos visto cómo el relato influye en nuestras vidas, al punto de no solo moldear nuestra ideología, sino también impactar directamente en nuestra forma de vivir. Esto demuestra que no solo somos sensibles a lo que observamos, sino también a lo que escuchamos y a lo que intentan proyectarnos. Lo que nos cuentan, sea cierto o no, resulta tan importante como los hechos que presenciamos posteriormente.
He de decir que lo que hemos presenciado en las últimas semanas, tras la trágica DANA que ha golpeado a Valencia, ha sido, en muchos aspectos, fascinante. Por un lado, miles de personas se han volcado, sin apenas organización, a la ayuda en primera persona. Camiones cargados de ropa y comida, individuos improvisando con solo su energía y el deseo de ayudar, cientos de creadores de contenido compartiendo sus experiencias en los pueblos de la costa levantina, vecinos emocionados, pero también enfadados, una prensa movilizada, y todo ello con España entera pendiente de lo que sucedía.
En la otra cara de la moneda, hemos visto a miles de tuiteros, tertulianos, y personas de todo tipo que se han dedicado a dar lecciones de humanidad, hablando sobre pueblos que apenas pueden localizar en un mapa y señalando con el dedo a aquellos que han ido a ayudar. Sus correcciones y discursos improvisados han estado impregnados de una soberbia que, lejos de acercarlos a la superioridad moral que pretenden proyectar, solo evidencian su fragilidad y su carencia de iniciativa.
Existe una regla no escrita que se aprende cuando uno ha recibido una buena educación, y que seguramente nos recuerda algún momento en el que deberíamos haber guardado silencio: si no estás ayudando, al menos ten la decencia de no molestar. No hay mayor decadencia que creerse superior desde la comodidad del sofá, lanzando calificativos vacíos que nada aportan al pueblo levantino. “Ultraderecha” para quienes ayudan desde sus ideologías, “buscafamas” para los influencers que apoyan al pueblo valenciano mientras ganan seguidores, y “pseudomedios” para quienes se acercan a informar de lo que está ocurriendo bajo una bandera que puedes no compartir.
Ellos son los verdaderos cuñados: los que no salen de su círculo de autocompasión (hacia sí mismos y hacia su entorno) y que no entienden lo que significa comprometerse con un bien superior que se mueva por encima de sus propias causas. Más allá de escribir cuatro tonterías en Twitter, no comprenden que entre el blanco y el negro existe una paleta de colores tan amplia como las formas de ayudar. Formas que no necesitan pasar por un filtro moral que nadie les ha pedido, pero que insisten en imponer como si fuera imprescindible.
Para no llegar a convertirnos en tal, no hay que olvidar que debemos mantener coherencia entre lo que decimos y hacemos, entre la teoría y la práctica. Debe existir una proporción, un equilibrio que nos permita vivir en la verdad, evitando caer en contradicciones. Esto implica transmitir de manera auténtica aquello que realmente pensamos. Como bien señala el psiquiatra Enrique Rojas, es esencial encontrar un buen equilibrio entre el corazón y la cabeza, es decir, entre los sentimientos y las herramientas de la razón.