¿Es el mundo moderno un mundo sin valores? Vivimos en un mundo que a cada día que pasa está más corrompido, más podrido. Valores como la honestidad, la lealtad, la honorabilidad o la caballerosidad han perdido toda su fuerza, o casi toda, si conservamos todavía un halo de esperanza, cosa que siempre intento hacer.
Hablemos de la honorabilidad. El esfuerzo, el trabajo duro y los méritos propios son un camino plagado de obstáculos, es por ello por lo que los más débiles de espíritu recurren al juego sucio para alcanzar sus metas. Lo cierto es que no hay nada más deleznable que presumir de aquello que has obtenido a base de engaños y conductas tramposas. Soy una firme defensora del espíritu competitivo, pero sostengo que se debe adelantar al rival por la izquierda, no por la derecha.
¿Y la honestidad y la lealtad? Debe ser con los demás y también con uno mismo. Tanto mentir por miedo como mentir por diversión es una actitud de cobardes, lo es porque decir la verdad puede resultar muy complicado. En una sociedad en la que las mentiras se extienden como la pólvora debemos poner todo nuestro ahínco en ser honestos y leales a nuestros principios. Aunque resulta arduo batallar contra las mentiras cuando los dirigentes políticos se deslizan entre ellas con tanta facilidad, se dedican a escupir veneno a golpe de propaganda.
Continuemos con la caballerosidad y su triste caída en desgracia. Las lanzas del mal denominado feminismo parecen haber quebrado los escudos de la caballerosidad, puesto que son pocos los valientes que aún conservan gestos como ceder el paso o abrir la puerta a una mujer. Permítanme contarles una experiencia personal, debo hacerlo puesto que plasma a la perfección lo que vivimos hoy en día. Un hombre, entrado ya en los sesenta, me permitió entrar antes que él, pese a que habíamos llegado a la puerta al mismo tiempo, al hacerlo se dirigió a mí para decirme: “haga el favor de no denunciarme por esto”. Un comentario y una situación que podemos encontrar del todo absurdos, pero que no resulta desproporcionado, no en el mundo y en la sociedad en la que vivimos.
Me es imposible concluir este artículo sin hacer antes mención de la tramposa vara de medir que emplean los autodenominados progresistas, quienes ondean las banderas del respeto, la empatía y la tolerancia, cuando en realidad son capaces de acabar con cualquiera que se atreva a salirse del guión marcado por el líder de turno. Miro asombrada la facilidad que tienen para encontrar la manera de culpar a otros de sus errores, además de encontrar siempre justificación para todos sus desmadres.
Habrán sido las omnipotentesmanos del patriarcado las que llevaron a Íñigo Errejón a hacer lo que hizo, y habrán sido también esas manos las que taparon las bocas de todos aquellos que decidieron callar y tapar el asunto. Tristemente, no me sorprende que se viera a sí mismo como un abanderado del tóxico movimiento “feminista” que el mismo ayudó a crear, como buen progresista, nunca se verá a sí mismo como el problema sino como la solución, y siempre encontrará la manera de culpar a otros.
Dicho lo anterior, reconozco que quizá quiera vivir en una ilusión, en algo que ya no existe, aun así, seguiré aferrándome a todos esos valores, y los animo a que ustedes hagan lo mismo, pues un mundo sin valores es un mundo perdido.