El filósofo griego resulta una referencia obligada para todos aquellos que deseen conocer las raíces políticas, éticas e incluso religiosas de Occidente. Sus ideas, origen básico de gran parte de la cultura viva que conocemos en la actualidad, fueron sintetizadas a la perfección por el cristianismo durante la Edad Media y, anteriormente, mediante la aparición del neoplatonismo. Hoy en día, quizás el panorama generalizado de secularización religiosa refleja mejor que nunca aquello de que las ideas simplemente se tienen, mientras que las creencias se viven: es en esta cosmovisión básica, derivada y, al mismo tiempo, carente de religiosidad, donde se debe rastrear el legado de Platón.
El hilo conductor
Como es habitual escuchar, todo lo pensado tiene su origen en los antiguos griegos. También la mayoría de propuestas políticas guardan reminiscencias de esta época tan aparentemente lejana, y es que las ideas planteadas en el Peloponeso hace milenios siguen reverberando a día de hoy con cierta melodía, generalmente agradable. Conceptos tan fundamentales como el voto popular o el principio asambleario tienen su origen en la antigua nación del Helesponto. Habiendo rastreado tantos elementos “positivos” de nuestros sistemas políticos en esta época, aún quedan muchos de sus aspectos desagradables por descubrir, como la propuesta intelectual de una tiranía como el mejor de los sistemas posibles.
La corriente que mantiene como hipótesis un hilo conductor entre las actuales ideas autoritarias y ciertos autores griegos está relativamente extendida en la intelectualidad a día de hoy. Uno de sus principales exponentes es el austriaco Karl R. Popper, quien escribió una obra capital para el desarrollo de la filosofía de la historia, La sociedad abierta y sus enemigos, una obra que sigue guiando los pasos de actores tan relevantes como George Soros y su Open Society Foundations.
En su obra, el austriaco plantea el desarrollo de la larga confrontación histórica entre colectivismo e individualismo, colocando a Platón en el inicio de una tendencia que seguiría viva hasta su misma época, bajo la égida del nazismo y la posterior guerra mundial, que obligó a Popper a escribir su obra desde el miedo y, posteriormente, desde el exilio.
Platón en su época
El conocimiento que tenemos de la vida del filósofo siempre se ha visto enturbiado por la potencia y utilidad política de sus obras. Así, sus sucesores intentaron instituir su nacimiento en el séptimo día de Targelión de 428 a. C., fecha sospechosamente coincidente con el nacimiento del dios Apolo. Más tarde, el cristianismo, reconociendo en él al más apto de los cristianos avant la lettre, hizo coincidir ciertos elementos de su vida con las directrices cristianas.
Lo que sí parece ser cierto es que el filósofo pertenecía a una familia noble. Su padre, Aristón, descendía del último rey de Atenas, Codro, y su madre, Períctione, estaba emparentada con Critias, alma de la revolución oligárquica de los 30 tiranos, un régimen que arrebató el poder a la incipiente democracia de la ciudad de Atenas, instaurada tras su derrota en la Guerra del Peloponeso frente a Esparta. La Atenas de Platón quedó sumida en la oscuridad, sin la tracción comercial insuflada por la Liga de Delos (disuelta tras la citada guerra), y sumida en un clima de insatisfacción y represión política que se aleja mucho del concepto que se suele tener sobre la ciudad.
Tras la famosa condena de la ciudad a su maestro Sócrates, Platón y sus compañeros debieron exiliarse en una aventura que los llevó a conocer distintos núcleos urbanos del Mediterráneo oriental. Las vicisitudes del destino hicieron recalar al filósofo en la Magna Grecia, la actual Sicilia, donde, invitado por el dictador Dionisio I, intentó ejercer como consigliere, aunque muy pronto se toparía con el rechazo de los círculos de poder establecidos, quienes lo obligaron a regresar a Grecia como esclavo.
El manual del dictador
Tras la traumática experiencia y después de haber incorporado influencias pitagóricas a su pensamiento —según las cuales todo lo concebido puede ser conocido (y regido) por la naturaleza matemática—, Platón escribe una obra de relevancia difícilmente parangonable en la historia de Occidente: La República. En ella, el griego desarrolla políticamente su teoría de las ideas, planteando que lo deseable, la virtud política, se encuentra en un modelo imperecedero, solo conocido por los filósofos.
Este régimen deseable es atemporal e infinito, por lo que todo cambio ha de ser perseguido y aniquilado, provenga éste de la discrepancia política o del mundo de las artes (algo irónico para alguien que escribió gran parte de su obra en un formato casi teatral). La inmovilidad de esta aparente virtud quedaría asegurada mediante una delimitación clara entre clases: gobernantes, guerreros y productores, en la cual las dos primeras tendrían prerrogativas sobre la tercera, algunas incluso de carácter sexual, para potenciar una descendencia deseable para la polis.
El enigma del número platónico, del que no quedan registros más allá de su mera enunciación por parte del filósofo, quizás sea el ejemplo más brutal de la herencia que nos legó. Según esta misteriosa cifra, el número deseable de trabajadores para la polis queda estrictamente definido, constituyendo en la práctica un criterio pseudo-racional que plantea la necesidad de la eugenesia para mantener la pureza de la raza de gobernantes, algo que pudo haber influido en muchas de las ideas que moldearon nuestro pasado reciente.