“Usted lleva razón, pero, aun así, no se la voy a dar”
¿Os imagináis que alguien, durante una discusión, os saliera con esas? Ni que decir tiene que pensaríamos que es una persona injusta. En realidad, me quedo corto, a cualquiera que hable con semejante desfachatez lo tacharíamos de sinvergüenza, mentiroso o incluso algo peor: “prevaricador”. En efecto, “prevaricador” es el calificativo que el Código Penal en su artículo 446 reserva al juez que “a sabiendas dictare sentencia o resolución injusta”. El ciudadano, cada vez que comparece en un tribunal espera, mejor dicho, exige que se le dé la razón solo a quien la lleve, faltaría más. Pues no. A veces a los juzgadores no les queda más remedio que decidir a favor de litigantes de los que ellos saben, en su fuero interno que no dicen la verdad, que son unos tramposos. Querido lector, sé que estarás escandalizado, pero, antes de denunciarme por prevaricador, escucha lo que te tengo que decir.
No es fácil ser juez. En mi condición de magistrado, con una simple firma mando a la gente a prisión o les quito la custodia de sus hijos. La rutina, que todo lo banaliza, encierra el peligro de que trivialicemos semejante responsabilidad, cuáles dioses que reparten desde el Olimpo gracias y desgracias a los mortales, sin apenas percatarnos del daño que somos capaces de causar. Sin embargo, no debemos acostumbrarnos, cada caso que nos toca en reparto es un drama humano. Los jueces tratamos con personas, no con papeles, por más que el sistema nos compela a resolver a destajo, a reducir como sea la estadística de los asuntos pendientes.
Por eso me impresionó sobremanera un que leí hace poco en un libro (“Destripando el Derecho”) que publicó en 2023 el “Juez Zipper”, Fernando Germán Portillo, uno de los compañeros a los que más admiro por su integridad y valentía. En el capítulo titulado “los jueces y la verdad”, se cuenta una historia real, la de un carpintero que reclamaba del tribunal que un cliente le pagase el precio de un armario que le había montado, pero cuyos servicios se negaba a abonarle. El demandado, en cambio, porfiaba en que no le había instalado nada; en más, según él, ni siquiera existía contrato. Como no habían dejado nada por escrito, su señoría no contaba más que con la palabra de una parte contra la de la otra. Quizás parezca un pleito de poca monta, pero para los implicados era muy importante porque, más allá del aspecto pecuniario, buscaban justicia.
El caso
¿A quién dar la razón? Bueno, el magistrado encargado del asunto, precisamente el autor del libro, supo por casualidad de lo que había sucedido de veras: el cliente mentía, no soltaba el dinero porque no le daba la gana, tal como dicho sujeto se lo había comentado de pasada a una funcionaria del juzgado mientras lo atendía durante un trámite burocrático previo al juicio. Entonces, dirá el lector, problema resuelto, el carpintero ganó el litigio. Pues no, perdió.
¿Por qué? Muy sencillo, porque no había prueba. El conocimiento privado del juez no sirve para dictar sentencia, de tal modo que no prestará atención a otra cosa que no sea lo que se haya debatido pública y contradictoriamente en sala, con intervención de las partes y a presencia de sus abogados. Si se enteró de algo más por otra vía informal, está obligado a hacer un esfuerzo para expulsarlo de su mente, como un mal pensamiento. Es una regla de oro que viene desde muy antiguo y que se sintetiza en un lapidario aforismo latino: quod no est in actis, non est in mundo (“lo que no está en las actas no está en el mundo”). Al profano en Derecho acaso le parezca incomprensible y hasta monstruosa tal forma de proceder, al fin y al cabo, supeditar la justicia a legalismos absurdos. No sería ya que los jueces se crean dioses, sino que se comportan como diablos, haciendo el mal a posta.
Ahora bien, a poco que reflexionemos, nos apercibiremos de que no queda otra salida, a la vista de que la alternativa sería que el juez se convirtiese en tirano, imponiendo sus criterios al margen de las pruebas practicadas, decidiendo sobre la vida de los demás sin que nadie supiese por qué. Solo respondería ante Dios y ante la Historia, sería un “justiciero”, como explica su señoría Zipper. En otro artículo de esta misma columna (“Salvajismo jurídico”) expliqué que sin verdad no había justicia. Pero no se consigue a toda costa, sino dentro de los cauces legales. ¡Cuán cómodo sería arrancar la confesión de los falsarios mediante tortura, al estilo de la Inquisición! Claro está que el ordenamiento jurídico debe intentar que la “verdad formal” (es decir, la de los “legalismos”, como la llaman despectivamente) coincida con la “material (es decir, con la realidad). Aun así, son necesarios límites, y esos límites los marca la ley, no el juez, por muy bienintencionado que sea.
Y he aquí que, y os hablo desde mi experiencia profesional, surge una extraña paradoja: de mis sentencias, las que más me gustan son las que menos me gustan. En otras palabras: cuando soy capaz de resolver en contra de mis inclinaciones personales, de mis fobias y filias, de mi ideología, de mis creencias, de mis pre-juicios, entonces sé que voy por buen camino, por desagradable que sea. Eso sí, hay que preparase para aguantar el chaparrón de insultos.