El 28 de octubre de 1943 el ejército estadounidense trató de volver invisible un barco de guerra. Fue la segunda prueba de un experimento que comenzó apenas unos meses atrás. El “USS Elridge” debía pasar desapercibido ante los radares de los submarinos alemanes. Siguiendo las técnicas de los europeos Nikola Tesla y de Albert Einstein, el ejército norteamericano, en consonancia con el grupo empresarial dedicado a la tecnología Research Institute of America, puso en marcha el Proyecto Arcoíris, más comúnmente conocido como el “Experimento Filadelfia” por el hecho de que la base naval elegida se encontraba precisamente en Filadelfia. El científico alemán Franklin Reno tuvo la idea de aplicar los principios de teoría general de la gravedad al ámbito militar. Para ello, quiso valerse de los generadores electromagnéticos. Sobre el resultado de este y otros experimentos similares se ha escrito mucho y las especulaciones son casi incontables, pero lo único cierto es que el secretismo permanece.
Varios testigos, tal como investigó el más tarde “suicidado” Morris K. Jessup y afirmó alguien que se identificaba bajo el pseudónimo de Carl M. Allen, supuestamente presenciaron como un barco de la marina de desmaterializaba para más tarde volver a aparecer en el mar a varios kilómetros de distancia, trasladándose hasta la base naval de Norfolk, Virginia. La electromagnética haría indetectable esta presencia para los radares de los enemigos.
Sin embargo, los efectos secundarios en la salud de los propios tripulantes resultaban devastadores y fue por eso se decidió suspender el proyecto, según la versión más ampliamente aceptada. Muchos de los integrantes del Elridge traspasaron el umbral de la locura sin posibilidad de retorno. En términos oficiales, por supuesto, la realidad de la Operación Arcoíris es negada de forma sistemática. El viejo sueño de Tesla de alterar el espacio-tiempo por medio del empleo de la electricidad es algo en lo que ha estado trabajando secretamente el Gobierno Estadounidense desde finales del siglo XIX en adelante.
Subvirtiendo la materia prima del mundo, una transgresión que mancha de “pecado” a toda la raza humana, estos inventores a los que podríamos relacionar con Nikola Tesla o con John von Neumann, también subvirtieron su propio dharma personal y pagaron las consecuencias de ello, como muestra cualquier acercamiento serio a sus biografías. La principal lección de esta actitud hacia su propia obra es que el genio humano, despojado de un conocimiento profundo, de lo que en el mundo tradicional se llamaba “sabiduría”, conduce a las peores catástrofes de la Modernidad. La principal consecuencia de inventos como la bomba atómica o la cibernética no puede ser otra que la creación tangible de un invento cotidiano.
Lovecraft: el Horror Cósmico
Entre los años 1908-1913 Lovecraft vivió un período de reclusión y postración iniciado con 18 años por el que perdió su carrera estudiantil. Dicha depresión larga e incapacitante llegó a su fin a la edad de 23 años. A partir de ahí, en los años que van de 1921 a 1925, sus afinidades literarias darán un paso pequeño y sutil pero aun así decisivo, que marcan el tránsito de Dunsany a Poe. Son los años en los que Einstein estudia la “Teoría del campo unificado” que pretende vincular de forma insólita la gravedad y la electricidad. Una materia entendida como energía que coincide en ciertos puntos con la teosofía y se encuadra en una forma de entender la ciencia muy cercana en algunos puntos al esoterismo: María Orsic, amante de Nikola Tesla relacionada con lo visionario-científico, estuvo presente en el desarrollo de la energía taquiónica que completaría Gerald Feinberg al postular que la velocidad de la luz es inferior a la de los taquiones.
En ese ambiente intelectual y cultural se produce para Lovecraft, en un período cargado de sueños lúcidos y experiencias visionarias, el descubrimiento de Nyarlathotep, esa “pesadilla” más parecida a un “fantasma personal”, en una visión onírica del año 1921 que recogió en un fragmento y relató en una carta citada por el experto lovecraftiano Lin Carter: “No dejes de ver a Nyarlathotep si viene a Providence. Es horrible, más horrible que nada que te puedas imaginar, pero fascinante. A uno le embruja después, durante horas. Lo que vi todavía me da escalofríos”. Lovecraft pone nombre en 1916 a aquello que se abre ahora en términos más realistas, menos fantásticos y especulativos, en nuestro horizonte: el retorno de los Grandes Antiguos.
No en vano, H.P. Lovecraft anticipó el mundo posterior a la IGM con su “horror cósmico”. A pesar de todo, para él las presencias de los antiguos dioses griegos, que sus ojos descubrieron a la temprana edad de seis años, entraron en contacto con estas visiones fantasmagóricas de un futuro cósmico negro. De esta mirada orientada a un tiempo hacia el pasado y hacia el futuro, desde una óptica escéptica y lejana sobre el devenir humano, como si Lovecraft pudiera hablar antes del mundo y después del mundo con los dioses ancestrales y las deidades aún por llegar, nacerá el característico punto de vista denominado como “horror cósmico.” Gracias a la implementación de los avances técnicos del sector militar en nuestro día a día, en la actualidad resulta imposible escapar de un mundo donde el terror cunde multiforme sobre la tierra tanto en su versión virtual como en su versión real, puesto que también en eso el mapa ha sustituido al territorio.