Los acontecimientos que se llevan desarrollando en Gaza desde el 7 de octubre de 2023 ponen de relieve, una vez más, que aquella es una zona conflictiva como ninguna otra en el mundo. Pero también se ha demostrado que no es solo cuestión de armas, porque sucede -quizá ahí se encuentre precisamente la causa- que la batalla ideológica se está desarrollando, y además en el mundo entero, con no menos intensidad: si hay algo polarizado son las opiniones (escritas muchas de ellas) que estamos viendo a diario.
Este libro es un análisis de la literatura producida allí en los trescientos años que van de 150 antes de Cristo y a 150 después, para poner fechas convencionales (en todo caso, muchas centurias antes del Islam y de la posterior división entre sunitas y chiitas). Son textos religiosos, bien judíos bien, a partir de cierto punto, cristianos: una escisión dentro de aquéllos, que, por diferentes razones (la cronología es sólo una de ellas) no tuvieron la suerte de verse incluidos en el canon -esa es la palabra- del Antiguo Testamento (AT) ni tampoco en el del Nuevo (NT): una época de transición o, si se quiere, una suerte de interregno o ínterin en lo intelectual.
¿De qué géneros literarios se trata? Bien se sabe lo convencionales que son todas las taxonomías -en singular, la que divide los libros entre fiction y non fiction– y también resulta conocida la improcedencia de aplicar categorías actuales a productos de un tiempo casi inmemorial. Vázquez Allegue desglosa los trabajos existentes en cuatro grandes grupos: la literatura apocalíptica, tanto del AT como del NT (páginas 97 a 124); la apócrifa, que igualmente puede referirse a ambos Testamentos (125 a 154); la rabínica (177-190); y, por encima de todo ello -un género en sí mismo, sobre todo por lo sucedido al descubrirse en 1947, coincidiendo con el nacimiento del estado de Israel como consecuencia directa del final de la Segunda Guerra Mundial- los Manuscritos del Mar Muerto (páginas 155-176). Luego volveremos a ellos.
Todo eso viene precedido de un estudio -de contextualización, vamos a llamarle así- sobre “El judaísmo en tiempos de Jesús”, que a su vez se divide en una parte propiamente histórica (primero sobre el judaísmo griego y luego sobre el romano: páginas 17 a 36) y luego -páginas 37 a 96- una disertación sobre “los grupos judíos”, donde se les pasa revista uno a uno: fariseos, saduceos, zelotas, sicarios, sumos sacerdotes, sacerdotes (sin apellido), levitas y finalmente, cómo no, el Sanedrín.
Como es natural, no se trata ahora de glosar todos y cada uno de esos extremos, lo cual exigiría tanto como incurrir en un spoiler -una revelación, dicho por cierto con palabras muy a tono- que tendría como consecuencia que el lector de estas breves líneas se diera por satisfecho con ellas y cometiese el error de privarse de lo que constituye toda una gozada: entregarse a devorar el libro y subrayarlo frase a frase. Pero, vistas las cosas con ojos de hoy (cuando el debate consiste sobre todo en la pelea entre unos y otros por afirmar quién llegó allí primero -el aborigen: el botiguer de Sabadell con ocho apellidos catalanes, dicho sea para situarnos- y quien, por el contrario, se rezagó y por tanto es un intruso: el discurso típico de todos los nacionalismos, sólo que allí con una virulencia inaudita), tal vez n está de más insistir en algunos datos que lo relativizan todo.
Fuera del relato legendario
Dejando al margen los componentes legendarios -cuando no abiertamente míticos- del relato de la tierra prometida a las doce tribus de Israel (a los hijos de Jacob, cuyos nombres por cierto el autor se toma la molestia de enumerar en la página 153), ocurre que, guste o no, y convenga o no, aquello ha sido lugar de paso, de idas y venidas, de los grupos más variados. Inevitable resulta mencionar, antes del año cero, el del nacimiento de Jesús -lo que hoy se prefiere denominar la edad común– el cautiverio o el exilio de Babilonia por Nabucodonosor (entre 587 y 539, dicho sea con toda la inseguridad con la que cabe hablar de una cronología tan remota), con la destrucción del templo de Salomón; la vuelta a Jerusalén tras la liberación por la dinastía aqueménida y la reconstrucción del Templo; la conquista por Alejandro Magno en 332 y los posteriores rifirrafes entre los ptolomeos y los seleúcidas -a no confundir, por favor, con los selyúcidas, cuyo momento fue muy posterior-; la reforma helenística de 167, que el autor del libro la encarna en la dedicatoria del recinto sagrado a Zeus y la implantación de una estatua dedicada a Júpiter Olímpico; el período de los Macabeos, un paréntesis de independencia, lo que se extendió hasta el 63; y, en fin, la llegada de los romanos, con el conquistador Pompeyo, la división en cinco regiones (Galilea, Samaría, Perea, Idumea y Judá) y el reinado de Herodes el Grande.
Después del año 0, y ya con Roma -desde Augusto- convertida en un Imperio, el primero de los nombres a mencionar es, por supuesto, el de Tiberio (14 a 37), que entre el 26 y el 36 tuvo como Procurador -una suerte de Gobernador Civil o, dicho en términos actuales, Delegado del Gobierno en la Comunidad Autónoma -para los aqueménides en Sátrapa-, a un tal Poncio Pilato, o Pilates, que terminaría haciéndose muy famoso. Los nombres de los Emperadores posteriores también nos suenan a todos y no siempre para bien, porque han pasado a la historia como seres arbitrarios y odiosos: Calígula (37-44); Claudio (44-52); Nerón (52-66) y, ya el remate, Vespasiano y su hijo Tito, bajo cuyo mandato se produjo una revuelta judía -la llamada primera guerra- cuya represión se llevó por delante, en el año 70, al segundo Templo y a la propia ciudad de Jerusalén. Lo posterior, ya con Adriano en 130, fue una nueva medida antipopular, como prohibir la circuncisión y la celebración de rituales judíos, lo que a su vez, en la típica dinámica que Isaac Newton explicó con la tercera de sus leyes, dio lugar en 132 una revuelta, liderada por Simón Bar Kokbá hasta su muerte en el campo de batalla en el año 135: la conocida como segunda guerra. Lo que vino después fue la romanización definitiva de la ciudad de Jerusalén, a la que incluso se cambió el nombre: pasó a ser Aelia Capitolina.
No hace falta recordar todo lo que sucedió más tarde y que ya escapa al arco temporal en el que se ha fijado el autor del libro: dividido el Imperio Romano en dos (y cristianizado), aquello pasó a formar parte del oriental, con capital en Constantinopla; luego vino la conquista islámica y más tarde el cisma, dentro de los cristianos, entre católicos y ortodoxos por el debate, bizantino donde los haya, sobre el filioque del credo de Nicea; las cruzadas -toda una historia-; la conquista otomana de 1453; y, por tanto, los acontecimientos de 1919 -Versalles, extinción de aquel Imperio y reparto del mapa entre las potencias, con la declaración del Ministro Británico Balfour como trasfondo-, y, sobre todo, los de 1947-1948, con David Ben Gurión como protagonista.
Pero lo -mucho y nada pacífico- que ha venido en los casi ochenta años posteriores demuestra que aquí el presente, incluyendo la actual Guerra de Gaza, se muestra indisociable del pasado: todo se encuentra tan entreverado que la vida se ríe a diario de cualquier división cronológica que quiera trazarse por los estudiosos más profundos y objetivos.
Eso, en cuanto a la sucesión de hechos. Sucesión y también, reiteración hasta el grado de la circularidad, la que es propia de la pescadilla, tantas veces mencionada coloquialmente como metáfora.
Los Manuscritos del Mar Muerto
Pero estas líneas no podrían terminar sin hacer una referencia al contenido de esa literatura que se escribió en ese período intermedio y en particular a los Manuscritos del Mar Muerto: ochocientos, más unos mil fragmentos. En páginas 158 y siguientes se diserta sobre la comunidad de Qumrán, sus autores, que fueron una suerte de spin off de los esenios -en la sociedad judía todo eran y son divergencias y al cabo escisiones: ya se sabe que dos judíos, tres opiniones-, que “se organizaban a través de una normativa que llamaban Regla de la comunidad. Tenían un rito de ingreso con forma de noviciado. Seguían una formación rígida. Hacían votos de vivir en castidad, pobreza y obediencia. Tenían un líder al que llamaban Maestro de justicia. Los hombres de Qumrán fueron una comunidad religiosa en el seno del judaísmo. Fueron los fundadores de la vida monástica y ascética” (página 159): como San Benito de Nursia, para entendernos, pero varios siglos antes.
¿De qué época estamos en concreto hablando? Los textos habían sido escritos (en hebrero, arameo y griego) entre el siglo II antes de Cristo y el año setenta después de Cristo, y no es una mera coincidencia: “Coincidiendo con la etapa final de la vida de los hombres de Qumrán aparecieron los primeros escritos cristianos. Contemporáneos del esplendor literario de los manuscritos del Mar Muerto fueron las redacciones de las cartas a los Tesalonicenses, Gálatas, Corintios, Romanos… A lo cual hay que añadir la puesta por escrito de los primeros dichos y fuentes sobre Jesús que dieron lugar a la redacción de los evangelios. Así pues, los últimos escritos de Qumrán fueron contemporáneos de los primeros escritos neotestamentarios, hasta el punto de que el estudio pormenorizado de algunos textos de la literatura cristiana primitiva y los escritos qumránicos nos permite establecer semejanzas de lenguaje y modismos literarios comunes”: página 161.
El autor contiene varias referencias al proceso de gestación de lo que se conoce como el cánon del NT: porqué se compone justo de veintisiete libros, no más ni menos, y precisamente esos veintisiete, siendo el más antiguo la primera carta de San Pablo a los habitantes de Tesalónica, a los que intentaba reclutar, así como Evangelio primero de los cuatro, el Tetramorfos, el de San Marcos, patriarca de Alejandría (aunque luego los venecianos se lo hayan intentado apropiar). Si hubiese decidido ponerse a explicar ese proceso -en esencia, una historia de la exclusión de aquellas obras que, por hache o por bé, no merecieron verse seleccionados entre aquellos acreedores a autoridad- habría mencionado, como cualquier persona mínimamente culta sabe bien, a Marción de Sinope (el obispo de Asia Menor que, antes de ser excomulgado, fue quien entre 130 y 140 se tomó la molestia de hacer una compilación inicial), a Ireneo -obispo en Lyon y luego santificado- y, por supuesto, Orígenes, ya a comienzos del siglo III. Y siempre sabiendo todos que en aquella época el cristianismo estaba apenas naciendo y, dicho con palabras nada científicas y que pueden antojarse casi ofensivas, aquello era un auténtico gallinero: antes de Nicea, en 325, ya iban por libre los siríacos, los armenios y los coptos.
Y eso sin hablar de las zonas grises, que pese al carácter binario del razonamiento, nunca faltan: se trata de los libros denterocanónicos o del segundo cánon, aquellos pasajes del AT que la Iglesia católica y la ortodoxa ponderan como canónicos pero que la Biblia hebrea no considera y tanto los judíos como los protestantes califica de apócrifos. Pero no profundicemos en esa complejísima historia, que, como suele decirse, ya sería para nota.
La «lista buena»
La pregunta ahora es otra: si ninguno de los Manuscritos del Mar Muerto está en la lista buena es sólo porque, se insiste, no se descubrieron hasta bien entrado el siglo XX, es decir, muchísimo más tarde incluso de la reforma protestante, la que puso a la Biblia en el centro del debate y por tanto obligó a Roma a zanjar las polémicas y, en Trento, decidir de una vez por todas qué libros la componían y cuáles otros quedaban, por grandes que fuesen sus méritos, al margen.
¿Qué habría sucedido en otro caso, es decir, si Marción, Ireneo y Orígenes -por cierto, también nativo de Alejandría- hubiesen conocido y manejado los Manuscritos? ¿Habrían sido incluidos, al menos alguno -los que el autor llama la literatura bíblica, ya sea canónica o histórica: páginas 163 a 167-, en el cánon? ¿Qué consecuencia habría tenido la decisión en el seno del judaísmo, o sea, los grupos que en todo momento siguieron teniendo el AT -y las tradiciones orales: recordemos la Misná, la Tosefta y el Talmud- como fuente única? Sí, el azar acaba jugando siempre el papel más importante y, por muy ufanos de sí mismos que se crean algunos, no tenemos respuesta a punto fijo para casi nada.
Un libro muy interesante, sí señor, y más en estos tiempos en que hay personas que piensan que fue el 7 de octubre de 2023, con el ataque terrorista de Hamás, y la posterior respuesta de Israel, cuando empezó el problema. Hay lecturas que vienen a aportar un semillero de dudas o, lo que es lo mismo, traen una muy saludable cura de humildad.
Referencias de la obra:
Jaime Vázquez Allegue, El intertestamento. La Biblia entre el Antiguo Testamento y el Nuevo Testamento. Las palabras y los días, PPC, 2024.