Hace unas semanas hablaba del valor del compromiso, de la palabra, para ser capaz de hacer grandes cosas con tu tiempo. Junto al compromiso, existe eso que llamamos responsabilidad, que no es más que la capacidad de cumplir obligaciones o promesas y asumir las consecuencias de los actos realizados.
Desarrollar esta última idea es especialmente interesante en grandes temas sociales, como el consumo de drogas, la seguridad, la educación o la sanidad. Sin embargo, la responsabilidad adquiere un significado aún más poderoso en el ámbito personal, manifestándose en nuestro estilo de vida y los hábitos diarios que elegimos desarrollar.
Debido a cierto pesimismo cultural, tendemos a delegar en otros aquello de lo que no somos capaces de responsabilizarnos. Y con ello, subordinamos, sin darnos cuenta, la virtud personal a una estética institucional, entendida como aquella que toma las riendas en lugar de nosotros mismos. En un mundo tan diferenciado y amplio, la gente se refugia en pequeños recovecos para evadir su responsabilidad, lo que a menudo también explica muchas situaciones personales que no somos capaces de resolver.
Asumir la responsabilidad con disciplina es un desafío que nos afecta a todos. Hay que tomarse el oficio de ciudadano en serio, porque la falta de responsabilidad, tanto en términos éticos como prácticos, puede resultar en consecuencias desastrosas a largo plazo.
El hecho de tener una figura como el Estado que toma decisiones por nosotros nos parece, por tanto, algo natural. Nos dejamos convencer fácilmente, en parte porque el debate público utiliza las emociones como herramienta, y estas no pueden ser refutadas en multitud de ocasiones. O al menos no para quien no está preparado para asumir unas consecuencias desproporcionadas. Esto desestabiliza completamente la razón y el debate libre.
Si no tenemos responsabilidades, no tenemos que rendir cuentas. No existe conexión entre nuestros actos y lo que cosechamos, lo que nos aleja de cualquier resultado a largo plazo que queramos lograr. De hecho, últimamente la responsabilidad está en cierta tensión con la honestidad. Pareciera que tenemos que mentir para ser responsables si queremos atender a lo que hoy día está moralmente aceptado. Principio del formularioFinal del formulario
Y si por casualidad vemos algún atisbo de responsabilidad, la mayoría de las veces se reduce a una responsabilidad legal, dictada por aquello que estamos obligados a hacer en base a una norma. ¿Dónde queda, entonces, la responsabilidad moral?
En mi opinión, la responsabilidad comienza en el primer momento en que intentamos conocer la verdad. El primer instinto de querer saber qué ha sucedido cuando ocurre algo, o esas consecuencias que se dan de aquello que hacemos. La responsabilidad va de la mano de la verdad: solo cuándo tienes todas las verdades eres capaz de actuar con responsabilidad.
No sirve de nada que, hoy en día, no se pueda hablar en el debate público sobre temas que nos afectan y que siguen sin resolverse, como la economía de los más desfavorecidos, la inmigración, el humor negro, la transexualidad, la educación o el maltrato. Para ser responsables, debemos abordar todos estos asuntos con la mayor amplitud posible. No tiene sentido silenciarnos si, en el fondo, deseamos conocer la verdad sobre temas que no presentan, hoy en día, realidades iguales para todos. Es nuestra responsabilidad poner bajo debate todo aquello que esté sujeto a dudas. Nunca el silencio o la censura deben ser opciones viables.
La realidad es que la responsabilidad te empodera y hace que el mundo se vuelva más atractivo. Te abre las puertas a un universo de oportunidades y te permite elegir con libertad los trenes a los que quieres subirte. Eres tú quien decide cuál tomar, sin importar si la economía está en un momento complicado, si tienes menos recursos que otros o si el entorno parece estar lleno de obstáculos. Porque, a pesar de lo que se suele decir, siempre hay un primer tren disponible para quienes están dispuestos a abordarlo.